HABÍA UNA VEZ UN TIRANO
Ana María Machado
Algunos dicen que esta historia sucedió hace muchos, muchos
años, en un país muy lejano. Otros aseguran que no, que sucedió hace muy pocos
días, bien cerquita. Hay también quien jura
que está sucediendo todavía, en algún lugar. Y hay incluso quien cree
que aún está por suceder.
Cuando la historia tiene documentos, papeles escritos en la
época, cosas que dejan pistas, uno puede tener alguna certeza de cómo ocurrió
todo. Basta con leer los diarios de aquel tiempo, o las cartas de las personas,
o los mandatos del rey, o los tratados. Pero en una historia como la nuestra…
no sé… resulta muy dificil saberlo. Porque nadie escribió nada. La historia
pasó de la boca de uno al oído del otro, quedó en la memoria, y después salió
de esa boca hacia otra cabeza. Y a veces, además, quien la cuenta la cambia un
poquito.
Si un día ustedes oyen hablar de este caso, pero de otra
manera, sepan que la culpa no es mía. Es del Tirano. Desde que él prohibió
todo, ya no se podía tener papeles escritos, ni dibujos, ni coplas, ni música,
ni bailes que contaran nada. Por eso, algunos se olvidaron de todo. Otros
confundieron todo. Y si no fuera por los tres chicos, no sé lo que habría
sucedido…
Pero ya estoy hablando de lo que sucede en el medio de la
historia, antes de comenzar por el principio. Es porque no podía comenzar así:
“Hace muchos, muchos años, en un reino muy lejano…”
Entonces voy a comenzar de otra manera. Con “Había una vez”.
Ahí va.
Había una vez un reino. O una república. Esta es una de las
cosas que nunca se supo bien. Pero no tiene mucha importancia. Lo importante es
saber que había una vez un país muy alegre y entretenido, donbde las personas
daban muchas opiniones sobre la manera en que querían vivir, aunque tampoco se
preocupaban demasiado por eso. Elque mandaba era elegido por la gente; no sé si
era presidente o primer ministro. Ese asunto de que todos dieran tantas
opiniones a veces daba la impresión de que reinaba un completo desbarajuste, ya
que todos querían hablar al mismo tiempo, cada uno gritaba más que el otro, a
veces hasta discutían y peleaban, y no era posible estar siempre en orden y
tranquilidad. Pero al final todo salía bien. Era así: cuando mucha gente quería
una cosa, era esa cosa la que terminaban haciendo. Y el que no estaba de
acuerdo podía llorar, rezongar, reclamar, enojarse, chillar, gritar, patalear,
enojarse, chillar, gritar, patalear, pero en el fondo sabía que no le serviría
de mucho, salvo para convencer a un monton de gente de que se pasara a su bando.
Así estaban las cosas. Pero de vez en cuando, toda esa confusión y esas
discusiones daban la impresión de un gran desbarajuste.
Fue por eso que apareció el Tirano. O Déspota. O Dictador.
Tiene muchos nombres. Es decir, un hombre que no le preguntó a la gente si
podía ser presidente o primer ministro, expulsó al que había sido elegido por
la mayoría y se puso a dar órdenes y a mandar a todo el mundo, solo porque era
el más fuerte. Al comienzo hasta hubo algunos que se mostraron satisfechos con
él, porque pensaron que estaba arreglando un poco el desbarajuste y que ahora
iba a haber orden para que las personas trabajaran en paz. Pero como el Tirano
no escuchaba las opiniones de los demás, empezó a hacer barbaridades. Primero
le molestó que cada uno tuviera una idea diferente.
-¿Dónde se ha visto? Por eso es que todos se lo pasan
discutiendo en vez de trabajar.
Es una pérdida de tiempo…
Y ahí vino la orden:
-¡A partir de hoy, solo pueden tener las mismas ideas que yo!
Por supuesto, hubo gente que protestó:
-No estoy de acuerdo…¡Esto es absurdo!
-Y este tipo, ¿Quién se cree que es? ¿Pensará que tiene
coronita?
No faltó un curioso que sugirió:
-Podríamos ir a preguntarle…
No sirvió de nada. Ahora ya no había el desbarajuste de
antes. El que no estuvo de acuerdo marchó preso. O fue expulsado del reino. O
intentó irse antes de que lo expulsaran. O se quedó muy quietito, con sus ideas
bien guardadas en el rincón más profundo y escondido de la cabeza, y andaba
silbando, disimulando, haciendo de cuenta que no tenía nada ahí adentro.
Después, al Tirano le molestó que cada uno usara colores
diferentes:
-¿Dónde se ha visto? Por eso es que andan todos mal
combinados, en vez de armonizar. No se necesita niel rojo, ni el amarillo, ni
el azul ni nada de eso. Es pura pérdida de tiempo…
Y ahí vino la orden:
-A partir de hoy quedan prohibidos los colores.
Fue difícil, pero todos tenían miedo. ¿Qué iban a hacer? Era
un aburrimiento. Todo igual. Las personas tuvieron que vestirse de gris. Los
edificios, las calles, los automoviles se pintaron de gris ceniciento. Talaron
casi todos los árboles, se acabaron las flores, desaparecieron los pajaritos y
las mariposas. Cubrieron los jardines con cemento, asfaltaron la tierra,
enlataron las verduras.
Las personas protestaban en voz baja:
-¡Esto no es posible! ¿Dónde se ha visto? Por cierto,”¿Dónde
se ha visto?” era una de las cosas que más se preguntaban en aquel tiempo y
aquel lugar, pero nadie respondía, nadie recordaba dónde se había visto antes,
nadie reconocía aquella época, como si nunca hubiera existido nada parecido.
¿Dónde se ha visto? ¿Alguien lo sabe? ¿Alguien ha oído hablar de semejante
cosa?
Pero había gente contenta, claro, gente que no recordaba
haber vivido nunca en un reino tan bueno, tan prolijo. Los fabricantes de
pintura gris, de cemento, de asfalto, de latas y de otras nuevas cosas útiles
se frotaban las manos de alegría:
-¡Hurra! Ahora que ya está todo en orden, ¡Vamos a hacernos
ricos! Este nuevo país parece un milagro.
Sí, eso parecía. O un maleficio. Todo grisáceo, todo sin
discusión, todo de la misma idea y el mismo color.
Es decir, todo todo no… Nunca llegaba a ser todo. En el pecho
del Tirano, por ejemplo, sobre su uniforme gris, había una colección de cintas
de varios colores. Detrás de una que otra casa quedaba algún árbol, o un
matorral. O una flor en una lata vieja, colgada encima de la pileta de lavar,
en el fondo del terreno de atrás. Y no había manera, por más que se prohibiera,
de terminar con el azul del cielo y el amarillo del sol. Bien que el Tirano lo
intentó. Mandó que un montón de chimeneas y caños de escape arrojaran humo, y
así el cielo estaba casi siempre gris y el sol no se veía. Pero, de vez en
cuando, el viento lograba apartar una de aquellas pesadas nubes nuevas y las
personas podían ver un pedazo de azul. Y soñaban con momentos felices o
recordaban momentos agradables de otros tiempos.
Pero en general era un país grisáceo y aburrido. Muy
aburrido. Más aún porque el Tirano hacía trabajar a todo el mundo sin descanso,
porque todo era muy caro, las personas
ganaban muy poco, vivían muy lejos del empleo y los transportes eran muy malos,
con trayectos muy complicados, que hacían perder mucho tiempo. Así, nadie tenía
oportunidad de charlar, de buscar un lugar donde todavía hubiera verde, o de
pensar.
De esa manera el Tirano controlaba a todos, seguro de que no
había ningún peligro de volver al desbarajuste de antes.
Solo que a veces, a la noche, algún trabajador, aunque
estuviera muy cansado, no se dormía enseguida. Sentía ganas de salir a buscar a
un amigo para conversar. De charla en charla, las ideas aparecen. Y las
conversaciones y las ideas son grandes enemigas de los Tiranos. Por eso, el
Tirano decretó:
-Este asunto de quedarse haciendo reuniones molesta a los que
quieren trabajar en paz, perjudica al país. Así, esto no anda. Queda prohibido.
Entonces, el que no quería caer en el sopor generalizado ni
dormirse de una buena vez solo podía pensar, recordar y soñar. Y era eso lo que
sucedía. Así, de vez en cuando, en alguna casa, por la noche se veía a alguien
en una ventana o algún balcón, con aire pensativo, aprovechando que a esa hora
había menos humo y se podían ver las estrellas. Como el Tirano no entendía
mucho de ideas, creyó que la culpa de que las personas tuvieran pensamientos
era de las estrellas. La verdad es que ya le resultaban antipáticas desde hacía
algún tiempo, porque tenían la manía de brillar más que las estrellitas de
metal que le colgaban del pecho, justo encima de las cintitas de colores de su
ropa gris.
Y trató de prohibir también eso.
-¡A partir de hoy tendremos toque de queda!
Al comienzo, nadie sabía bien qué era:
-¿Toque de queda? ¿Qué es eso?
-Debe de ser un instrumento
nuevo que toca alguien.
-O un nuevo baile, en el que
hay que tocarse.
-O una manera nueva de
quedarse haciendo algo…
Siempre había alguien,
todavía, capaz de creer que alguna idea del Tirano iba a introducir una novedad
para mejorar el reino. Pero cuando llegaba la explicación, la esperanza
desaparecía:
-No es nada de eso. Quiere
decir que, en cuanto oscurezca, todos deben irse a su casa, encerrarse y no
salir hasta el amanecer. Y el que ande de noche por la calle irá preso.
Era así nomás. Estaban prohibidas
las estrellas.
Pero aun sin poder ver colores
ni estrellas diferentes de las del uniforme, sin poder reunirse ni tener ideas
propias, había algunas cosas que las personas seguían haciendo.
Cantaban y pensaban.
Al principio cantaban melodías
con palabras, canciones que ellas mismas creaban. Pero al Tirano siempre le
parecía que esas palabras se inventaban para hablar mal de él, así que resolvió
terminar con las nuevas letras:
-¡Se prohíbe inventar
canciones nuevas!
Entonces las personas
empezaron a cantar canciones conocidas y tonadas muy viejas:
-Aserrín, aserrán,
Los maderos de San Juan,
Piden pan, no les dan;
Piden queso, les dan hueso,
Y les rompen el pescuezo.
Y el Tirano creía que estaban
protestando por la pobreza, o que insinuaban romperle el pescuezo. Y lanzó un
grito que asustó a todo el mundo, y chilló:
-¡Paren ya con todos esos
canturreos!
Y en un instante prohibió todo
lo que contuviera alguna invención, alguna historia, alguna idea. No sé si en
ese tiempo había cine, pero si había, quedó prohibido. El teatro también,
claro. De pronto, no se podía hacer nada más. Estaba prohibido cantar, bailar,
tocar instrumentos, actuar, dibujar, pintar, inventar, escribir, leer, guardar
papeles escritos.
Así pasó algún tiempo. Hasta
que un día les llegó el turno a los chicos. Y se acabó el turno del Tirano.
Ahora les cuento cómo fue.
Había una vez tres chicos que
vivían en ese país del Tirano. Uno se llamaba Totonho, otra se llamaba Jacira,
y la otra se llamaba Isabel. No se conocían, pero un día, por casualidad, se
encontraron en la misma esquina, distraídos, mirando al cielo. De repente, una
hoja de árbol llegó volando con el viento, y los tres chicos quisieron
agarrarla al mismo tiempo. Cada uno tendió el brazo, abrió la mano y casi
chocaron. Cada uno terminó agarrando a los otros dos, y los tres se echaron a reír
en el cruce de las calles. Fue lindo, divertido, lleno de carcajadas. Y los que
pasaban miraban, pero no entendían nada. ¿Dónde se ha visto, chicos riéndose
tanto en el medio de la calle, al borde de la plaza? ¿Qué era lo que a los tres
podía causarles tanta gracia? ¿Para qué tanta carcajada del chico y las nenas?
¿Para qué tanta risotada gruesa y tantas risitas finitas?
Pero a los tres les resultaba
placentero y divertido; ya ni se acordaban de la hoja, que descansaba ahí cerca.
Olvidaron que se había caído, y solo prestaban atención a lo que habían
descubierto. Vieron que las manos de cada uno eran diferentes, que la cara de
cada uno tenía rasgos y colores distintos. Y eso era lindo, perfecto; no había
Tirano que lo cambiara. Una piel era negra, otra era casi rosada, y la otra era
de color cobre, medio dorada.
Los ojos eran de diversos tamaños
y colores: negros, azules, castaños. Y los tres tenían lindo cabello, de
diferentes formas: lacio, lleno de rulos, ondulado.
-¡Qué brillante!
-¡Qué lindo color!
-Tu cabello es precioso…
Pero la sonrisa era la misma,
alegre, abierta, la sonrisa alegre del que encontró al amigo adecuado.
Con este encuentro, por
supuesto, comenzaron a descubrirse, a conversar, a divertirse y a jugar. A la
hora de irse, Isabel propuso:
-¿Volvemos a encontrarnos
mañana?
-Claro, dijo Jacira-. Creo que
hoy fue el mejor día de mi vida. Nunca había jugado con nadie.
-Yo tampoco –aseguró Totonho-.
Y me encantó. Quiero verlos todos los días.
Y eso fue lo que hicieron.
Jugaban, corrían, se reían mucho. Y conversaban, conversaban y conversaban.
Y charlando, charlando, como
era de imaginar, comenzaron a tener ideas:
-No sé cómo hacíamos antes
para vivir en este lugar tan aburrido, sin darnos cuenta de nada.
-El lugar sigue siendo
aburrido. Mirá: todo gris, un horror.
-Podríamos encontrar una
manera de cambiarlo.
-Sí… ¿Pero cómo?
-No sé… Haciéndonos amigos de
otros, conversando, como sucedió con nosotros.
-¡Eso! Y jugando mucho.
Los tres volvieron a su casa y
se pusieron a hablar con todas las personas con las que se encontraban. Con los
hermanos y los padres, los abuelos y los primos. Oyeron muchas quejas, muchos
rezongos; parecía que nadie se sentía feliz, que a nadie le gustaba la vida en
aquel país. Pero también fueron descubriendo que en casa cabeza había una idea,
un recuerdo, una propuesta.
-Yo sé dónde hay un vidrio que
tiene todos los colores guardados adentro. Solo hay que colocarlo a la luz, y
salen – decía uno.
-Cuando yo era chico, vi a mi
mamá preparando anilinas para teñir telas. Creo que todavía recuerdo cómo se
hace –comentaba otro.
-En el sótano tengo unos
libros guardados –decía otro en voz baja, misterioso.
-Si yo quisiera, podría
terminar con la oscuridad –se jactaba otro, muy orgulloso.
-Escuchen esto –anunciaba alguien.
-Tengo unos secretos que puedo
enseñarles –Prometía uno, más viejo.
-¿Recuerdan aquella canción
que cantábamos cuando éramos chicos? –invitaba uno, animado.
-Probemos… -sugería uno,
valiente.
-¿Vamos a fabricar estrellas? –proponía
un soñador.
Solo estas conversaciones ya
parecían una fiesta. Pero la verdad es que la fiesta todavía estaba por
comenzar. Con tanta conversación, tanta idea y tanta propuesta, empezó también
un enorme trabajo. En todas las casas había alguien preparando algo en algún
rincón, escondido en un armario, recluido en un cuarto, encerrado en un sótano
o un garaje.
Hasta que, al fin, un día en
que el sol asomaba por detrás de la humareda y las nubes grises, todo el mundo
empezó a salir de su casa, despacito, disimulando, como quien no quiere la
cosa, dejando todas sus tareas e interrumpiendo el trabajo para dirigirse al
mismo lugar: frente al palacio del Tirano. Él apareció enseguida, muy
espantado:
-¿Qué pasa ahí? ¿Qué es este
desbarajuste? Vayan ya mismo a trabajar…
La que respondió fue Jacira,
que estaba delante de todos:
-Vinimos a mostrarle una cosa
linda.
Metió una mano en el bolsillo
del uniforme y sacó de adentro un arco iris. Es decir, todavía no estaba listo.
Era solo un pedazo de cristal que le había regalado la abuela, un vidrio en
cuyo interior dormían todos los colores. Pero cuando el sol dio en el cristal,
fue despertando los reflejos coloridos que comenzaron a brotar de allí adentro.
Y antes de que al Tirano se le pasara el susto, en medio de todo aquel
rojo-naranja-amarillo-verde-azul-añil-violeta, Jacira fue sacándose el uniforme
grisáceo, igual al de todos los demás. Y abajo del uniforme estaba preciosa,
pintada con jugos de plantas y frutas silvestres, adornada con plumas de
papagayo y de loro, de tucán y pavo real, de cacatúa y faisán, que los abuelos
habían guardado durante todo ese tiempo, como un secreto bien escondido. Y el
resto de la familia distribuía entre la gente las pinturas que las fábricas no
fabricaban, pero que se encontraban en los rincones del campo. Violeta de moras
trituradas y púrpura de remolachas pisadas. Verde de hojas bien hervidas.
Amarillo de raíces machacadas. Rojo de cochinillas calentadas. Y cada uno iba
pintando las ropas, los muros, las paredes, las ventanas, todo lo que se le
cruzaba en el camino, y la ciudad iba quedando colorida, con muchos brillos
diferentes.
Cuando vio todo eso, el Tirano
se puso furioso. Empezó a dar órdenes y a gritar:
-¡Paren con esto, ya mismo!
¡Guardias! ¡Vengan inmediatamente! ¡Terminen con este desbarajuste!
Pero resultaba muy complicado.
Los guardias no podían ni oírlo, porque también iba llegando un barullo
tremendo de la plaza; no se podía oír al Tirano, por mucho que vociferara.
Esta vez era Totonho, que
había empezado con su parte, allá, del otro lado. Con tallos de hojas de
papayo, o con bambú, había hecho muchas flautas, junto con sus tíos y sus
primos. Ahora todos distribuían los instrumentos entre la gente. Y enseñaban:
-Sople por acá.
-Mire, tiene que sacudirlo así…
-Golpee acá, así.
Es que no solo había flautas.
También distribuían tapas de ollas; latas, cestas y calabazas llenas de
caracoles, arroz, semillas de diferentes tipos; cajas de fósforos; tenedores y
sartenes… En fin, todo lo que sirviera para soplar, tocar, agitar, hacer ritmo
y música. El que no tenía ningún instrumento lo inventaba en un instante.
Aplaudía. Silbaba. Hacía chasquear los dedos. Marcaba el ritmo con el pie en el
suelo. Y cuando todos estuvieron bien animados tocando y cantando, Totonho
comenzó una nueva forma de sacar una canción de su cuerpo: se bamboleaba de
pies a cabeza, se balanceaba con gracia, en un baile que iba despertando en
todos ganas de bailar también, de sacudir las caderas y los hombros, de menear
los brazos de un lado a otro, de mover los pies en el suelo y dar saltitos de
acá para allá.
El Tirano se puso más furioso
todavía. Gritó lo más alto que pudo:
-¡Esto está prohibido! ¡Voy a
castigarlos a todos! ¡Paren inmediatamente!
No sirvieron de nada sus
gritos. Nadie oía nada, nadie prestaba atención a nada que no fuera la hermosa
fiesta, los colores que se esparcían, la música que los llenaba, el cuerpo que
se alegraba.
Pero él pensó: “No importa;
este escándalo va a durar poco. Dentro de un rato va a oscurecer, y con el
toque de queda se termina todo.”
Pero no contaba con Isabel, ni
con el abuelo de Isabel, que había sido un verdadero fabricante de estrellas y
ahora enseñaba a su nieta todos los trucos. También ellos estaban esperando que
oscureciera.
Cuando por fin llegó la noche,
cuando yo ningún rayo de sol podía despertar el arco iris, la belleza fue
diferente. Comenzó a llover al revés. Una lluvia de luz, que primero subía muy
alto y después se derramaba, se abría en el cielo, iluminando, vertiéndose y
titilando. Formaba flores, fuentes, corría como una viborita, giraba como un
remolino, multiplicaba tantas estrellas en los brillos de allá arriba que los
que miraban hacia lo alto solo conseguían exclamar:
-¡Ahhhhh!
O, si no:
-¡Ohhhhh!
De pie, con el cuello
estirado, los que estaban en la plaza admiraban toda esa belleza que alumbraba
de estrellas las cabezas levantadas. Era una fiesta completa; todo el mundo
gritaba, se reía, jugaba, se divertía, con enorme alegría.
El Tirano todavía intentó
protestar:
-¿Pero qué diablos es esto?
Esta vez alguien llegó a
oírlo. Entonces Isabel trató de responder:
-Artes de abuelo… Dice que
estamos descubriendo la pólvora.
-¿Pólvora? –se espantó el
Tirano.
-Eso mismo, pólvora. Fuegos
artificiales.
Se usan para armar
espectáculos de estrellas en las fiestas. Pero también se los puede usar para
defenderse de la gente que no vale nada.
Ante todo esto, y por las
dudas, el Tirano creyó mejor aprovechar la oscuridad de la noche para
desaparecer. Según parece, hasta se cambió la ropa gris, llena de cintitas y
estrellas. Los colores y los brillos del país en fiesta eran demasiado fuertes
para él. Nunca más lo vieron por allí.
Dicen que anda recorriendo
otras tierras, buscando un rincón para volver a tiranizar. Por eso es bueno
mantener los ojos bien abiertos y no permitir que se apodere de la nuestra.
Sobre todo porque puede ser que ahora se haya vuelto más astuto.
Y entonces sería más difícil
librarse de un Tirano solo con un arco iris en el bolsillo, una canción en el
cuerpo y una lluvia de estrellas.
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