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lunes, 24 de febrero de 2020

HABÍA UN VEZ UN TIRANO DE Ana María Machado


HABÍA UNA VEZ UN TIRANO
Ana María Machado
Algunos dicen que esta historia sucedió hace muchos, muchos años, en un país muy lejano. Otros aseguran que no, que sucedió hace muy pocos días, bien cerquita. Hay también quien jura  que está sucediendo todavía, en algún lugar. Y hay incluso quien cree que aún está por suceder.
Cuando la historia tiene documentos, papeles escritos en la época, cosas que dejan pistas, uno puede tener alguna certeza de cómo ocurrió todo. Basta con leer los diarios de aquel tiempo, o las cartas de las personas, o los mandatos del rey, o los tratados. Pero en una historia como la nuestra… no sé… resulta muy dificil saberlo. Porque nadie escribió nada. La historia pasó de la boca de uno al oído del otro, quedó en la memoria, y después salió de esa boca hacia otra cabeza. Y a veces, además, quien la cuenta la cambia un poquito.
Si un día ustedes oyen hablar de este caso, pero de otra manera, sepan que la culpa no es mía. Es del Tirano. Desde que él prohibió todo, ya no se podía tener papeles escritos, ni dibujos, ni coplas, ni música, ni bailes que contaran nada. Por eso, algunos se olvidaron de todo. Otros confundieron todo. Y si no fuera por los tres chicos, no sé lo que habría sucedido…


Pero ya estoy hablando de lo que sucede en el medio de la historia, antes de comenzar por el principio. Es porque no podía comenzar así: “Hace muchos, muchos años, en un reino muy lejano…”
Entonces voy a comenzar de otra manera. Con “Había una vez”. Ahí va.

Había una vez un reino. O una república. Esta es una de las cosas que nunca se supo bien. Pero no tiene mucha importancia. Lo importante es saber que había una vez un país muy alegre y entretenido, donbde las personas daban muchas opiniones sobre la manera en que querían vivir, aunque tampoco se preocupaban demasiado por eso. Elque mandaba era elegido por la gente; no sé si era presidente o primer ministro. Ese asunto de que todos dieran tantas opiniones a veces daba la impresión de que reinaba un completo desbarajuste, ya que todos querían hablar al mismo tiempo, cada uno gritaba más que el otro, a veces hasta discutían y peleaban, y no era posible estar siempre en orden y tranquilidad. Pero al final todo salía bien. Era así: cuando mucha gente quería una cosa, era esa cosa la que terminaban haciendo. Y el que no estaba de acuerdo podía llorar, rezongar, reclamar, enojarse, chillar, gritar, patalear, enojarse, chillar, gritar, patalear, pero en el fondo sabía que no le serviría de mucho, salvo para convencer a un monton de gente de que se pasara a su bando. Así estaban las cosas. Pero de vez en cuando, toda esa confusión y esas discusiones daban la impresión de un gran desbarajuste.
Fue por eso que apareció el Tirano. O Déspota. O Dictador. Tiene muchos nombres. Es decir, un hombre que no le preguntó a la gente si podía ser presidente o primer ministro, expulsó al que había sido elegido por la mayoría y se puso a dar órdenes y a mandar a todo el mundo, solo porque era el más fuerte. Al comienzo hasta hubo algunos que se mostraron satisfechos con él, porque pensaron que estaba arreglando un poco el desbarajuste y que ahora iba a haber orden para que las personas trabajaran en paz. Pero como el Tirano no escuchaba las opiniones de los demás, empezó a hacer barbaridades. Primero le molestó que cada uno tuviera una idea diferente.
-¿Dónde se ha visto? Por eso es que todos se lo pasan discutiendo en vez de trabajar.

Es una pérdida de tiempo…
Y ahí vino la orden:
-¡A partir de hoy, solo pueden tener las mismas ideas que yo!
Por supuesto, hubo gente que protestó:
-No estoy de acuerdo…¡Esto es absurdo!
-Y este tipo, ¿Quién se cree que es? ¿Pensará que tiene coronita?
No faltó un curioso que sugirió:
-Podríamos ir a preguntarle…
No sirvió de nada. Ahora ya no había el desbarajuste de antes. El que no estuvo de acuerdo marchó preso. O fue expulsado del reino. O intentó irse antes de que lo expulsaran. O se quedó muy quietito, con sus ideas bien guardadas en el rincón más profundo y escondido de la cabeza, y andaba silbando, disimulando, haciendo de cuenta que no tenía nada ahí adentro.
Después, al Tirano le molestó que cada uno usara colores diferentes:
-¿Dónde se ha visto? Por eso es que andan todos mal combinados, en vez de armonizar. No se necesita niel rojo, ni el amarillo, ni el azul ni nada de eso. Es pura pérdida de tiempo…
Y ahí vino la orden:
-A partir de hoy quedan prohibidos los colores.
Fue difícil, pero todos tenían miedo. ¿Qué iban a hacer? Era un aburrimiento. Todo igual. Las personas tuvieron que vestirse de gris. Los edificios, las calles, los automoviles se pintaron de gris ceniciento. Talaron casi todos los árboles, se acabaron las flores, desaparecieron los pajaritos y las mariposas. Cubrieron los jardines con cemento, asfaltaron la tierra, enlataron las verduras.
Las personas protestaban en voz baja:
-¡Esto no es posible! ¿Dónde se ha visto? Por cierto,”¿Dónde se ha visto?” era una de las cosas que más se preguntaban en aquel tiempo y aquel lugar, pero nadie respondía, nadie recordaba dónde se había visto antes, nadie reconocía aquella época, como si nunca hubiera existido nada parecido. ¿Dónde se ha visto? ¿Alguien lo sabe? ¿Alguien ha oído hablar de semejante cosa?
Pero había gente contenta, claro, gente que no recordaba haber vivido nunca en un reino tan bueno, tan prolijo. Los fabricantes de pintura gris, de cemento, de asfalto, de latas y de otras nuevas cosas útiles se frotaban las manos de alegría:
-¡Hurra! Ahora que ya está todo en orden, ¡Vamos a hacernos ricos! Este nuevo país parece un milagro.
Sí, eso parecía. O un maleficio. Todo grisáceo, todo sin discusión, todo de la misma idea y el mismo color.
Es decir, todo todo no… Nunca llegaba a ser todo. En el pecho del Tirano, por ejemplo, sobre su uniforme gris, había una colección de cintas de varios colores. Detrás de una que otra casa quedaba algún árbol, o un matorral. O una flor en una lata vieja, colgada encima de la pileta de lavar, en el fondo del terreno de atrás. Y no había manera, por más que se prohibiera, de terminar con el azul del cielo y el amarillo del sol. Bien que el Tirano lo intentó. Mandó que un montón de chimeneas y caños de escape arrojaran humo, y así el cielo estaba casi siempre gris y el sol no se veía. Pero, de vez en cuando, el viento lograba apartar una de aquellas pesadas nubes nuevas y las personas podían ver un pedazo de azul. Y soñaban con momentos felices o recordaban momentos agradables de otros tiempos.
Pero en general era un país grisáceo y aburrido. Muy aburrido. Más aún porque el Tirano hacía trabajar a todo el mundo sin descanso, porque todo  era muy caro, las personas ganaban muy poco, vivían muy lejos del empleo y los transportes eran muy malos, con trayectos muy complicados, que hacían perder mucho tiempo. Así, nadie tenía oportunidad de charlar, de buscar un lugar donde todavía hubiera verde, o de pensar.
De esa manera el Tirano controlaba a todos, seguro de que no había ningún peligro de volver al desbarajuste de antes.


Solo que a veces, a la noche, algún trabajador, aunque estuviera muy cansado, no se dormía enseguida. Sentía ganas de salir a buscar a un amigo para conversar. De charla en charla, las ideas aparecen. Y las conversaciones y las ideas son grandes enemigas de los Tiranos. Por eso, el Tirano decretó:
-Este asunto de quedarse haciendo reuniones molesta a los que quieren trabajar en paz, perjudica al país. Así, esto no anda. Queda prohibido.
Entonces, el que no quería caer en el sopor generalizado ni dormirse de una buena vez solo podía pensar, recordar y soñar. Y era eso lo que sucedía. Así, de vez en cuando, en alguna casa, por la noche se veía a alguien en una ventana o algún balcón, con aire pensativo, aprovechando que a esa hora había menos humo y se podían ver las estrellas. Como el Tirano no entendía mucho de ideas, creyó que la culpa de que las personas tuvieran pensamientos era de las estrellas. La verdad es que ya le resultaban antipáticas desde hacía algún tiempo, porque tenían la manía de brillar más que las estrellitas de metal que le colgaban del pecho, justo encima de las cintitas de colores de su ropa gris.
Y trató de prohibir también eso.
-¡A partir de hoy tendremos toque de queda!
Al comienzo, nadie sabía bien qué era:
-¿Toque de queda? ¿Qué es eso?
-Debe de ser un instrumento nuevo que toca alguien.
-O un nuevo baile, en el que hay que tocarse.
-O una manera nueva de quedarse haciendo algo…
Siempre había alguien, todavía, capaz de creer que alguna idea del Tirano iba a introducir una novedad para mejorar el reino. Pero cuando llegaba la explicación, la esperanza desaparecía:
-No es nada de eso. Quiere decir que, en cuanto oscurezca, todos deben irse a su casa, encerrarse y no salir hasta el amanecer. Y el que ande de noche por la calle irá preso.
Era así nomás. Estaban prohibidas las estrellas.
Pero aun sin poder ver colores ni estrellas diferentes de las del uniforme, sin poder reunirse ni tener ideas propias, había algunas cosas que las personas seguían haciendo.
Cantaban y pensaban.
Al principio cantaban melodías con palabras, canciones que ellas mismas creaban. Pero al Tirano siempre le parecía que esas palabras se inventaban para hablar mal de él, así que resolvió terminar con las nuevas letras:
-¡Se prohíbe inventar canciones nuevas!
Entonces las personas empezaron a cantar canciones conocidas y tonadas muy viejas:
-Aserrín, aserrán,
Los maderos de San Juan,
Piden pan, no les dan;
Piden queso, les dan hueso,
Y les rompen el pescuezo.
Y el Tirano creía que estaban protestando por la pobreza, o que insinuaban romperle el pescuezo. Y lanzó un grito que asustó a todo el mundo, y chilló:
-¡Paren ya con todos esos canturreos!
Y en un instante prohibió todo lo que contuviera alguna invención, alguna historia, alguna idea. No sé si en ese tiempo había cine, pero si había, quedó prohibido. El teatro también, claro. De pronto, no se podía hacer nada más. Estaba prohibido cantar, bailar, tocar instrumentos, actuar, dibujar, pintar, inventar, escribir, leer, guardar papeles escritos.


Así pasó algún tiempo. Hasta que un día les llegó el turno a los chicos. Y se acabó el turno del Tirano. Ahora les cuento cómo fue.
Había una vez tres chicos que vivían en ese país del Tirano. Uno se llamaba Totonho, otra se llamaba Jacira, y la otra se llamaba Isabel. No se conocían, pero un día, por casualidad, se encontraron en la misma esquina, distraídos, mirando al cielo. De repente, una hoja de árbol llegó volando con el viento, y los tres chicos quisieron agarrarla al mismo tiempo. Cada uno tendió el brazo, abrió la mano y casi chocaron. Cada uno terminó agarrando a los otros dos, y los tres se echaron a reír en el cruce de las calles. Fue lindo, divertido, lleno de carcajadas. Y los que pasaban miraban, pero no entendían nada. ¿Dónde se ha visto, chicos riéndose tanto en el medio de la calle, al borde de la plaza? ¿Qué era lo que a los tres podía causarles tanta gracia? ¿Para qué tanta carcajada del chico y las nenas? ¿Para qué tanta risotada gruesa y tantas risitas finitas?
Pero a los tres les resultaba placentero y divertido; ya ni se acordaban de la hoja, que descansaba ahí cerca. Olvidaron que se había caído, y solo prestaban atención a lo que habían descubierto. Vieron que las manos de cada uno eran diferentes, que la cara de cada uno tenía rasgos y colores distintos. Y eso era lindo, perfecto; no había Tirano que lo cambiara. Una piel era negra, otra era casi rosada, y la otra era de color cobre, medio dorada.
Los ojos eran de diversos tamaños y colores: negros, azules, castaños. Y los tres tenían lindo cabello, de diferentes formas: lacio, lleno de rulos, ondulado.
-¡Qué brillante!
-¡Qué lindo color!
-Tu cabello es precioso…
Pero la sonrisa era la misma, alegre, abierta, la sonrisa alegre del que encontró al amigo adecuado.
Con este encuentro, por supuesto, comenzaron a descubrirse, a conversar, a divertirse y a jugar. A la hora de irse, Isabel propuso:
-¿Volvemos a encontrarnos mañana?
-Claro, dijo Jacira-. Creo que hoy fue el mejor día de mi vida. Nunca había jugado con nadie.
-Yo tampoco –aseguró Totonho-. Y me encantó. Quiero verlos todos los días.
Y eso fue lo que hicieron. Jugaban, corrían, se reían mucho. Y conversaban, conversaban y conversaban.
Y charlando, charlando, como era de imaginar, comenzaron a tener ideas:
-No sé cómo hacíamos antes para vivir en este lugar tan aburrido, sin darnos cuenta de nada.
-El lugar sigue siendo aburrido. Mirá: todo gris, un horror.
-Podríamos encontrar una manera de cambiarlo.
-Sí… ¿Pero cómo?
-No sé… Haciéndonos amigos de otros, conversando, como sucedió con nosotros.
-¡Eso! Y jugando mucho.
Los tres volvieron a su casa y se pusieron a hablar con todas las personas con las que se encontraban. Con los hermanos y los padres, los abuelos y los primos. Oyeron muchas quejas, muchos rezongos; parecía que nadie se sentía feliz, que a nadie le gustaba la vida en aquel país. Pero también fueron descubriendo que en casa cabeza había una idea, un recuerdo, una propuesta.
-Yo sé dónde hay un vidrio que tiene todos los colores guardados adentro. Solo hay que colocarlo a la luz, y salen – decía uno.
-Cuando yo era chico, vi a mi mamá preparando anilinas para teñir telas. Creo que todavía recuerdo cómo se hace –comentaba otro.
-En el sótano tengo unos libros guardados –decía otro en voz baja, misterioso.
-Si yo quisiera, podría terminar con la oscuridad –se jactaba otro, muy orgulloso.
-Escuchen esto –anunciaba alguien.
-Tengo unos secretos que puedo enseñarles –Prometía uno, más viejo.
-¿Recuerdan aquella canción que cantábamos cuando éramos chicos? –invitaba uno, animado.
-Probemos… -sugería uno, valiente.
-¿Vamos a fabricar estrellas? –proponía un soñador.
Solo estas conversaciones ya parecían una fiesta. Pero la verdad es que la fiesta todavía estaba por comenzar. Con tanta conversación, tanta idea y tanta propuesta, empezó también un enorme trabajo. En todas las casas había alguien preparando algo en algún rincón, escondido en un armario, recluido en un cuarto, encerrado en un sótano o un garaje.
Hasta que, al fin, un día en que el sol asomaba por detrás de la humareda y las nubes grises, todo el mundo empezó a salir de su casa, despacito, disimulando, como quien no quiere la cosa, dejando todas sus tareas e interrumpiendo el trabajo para dirigirse al mismo lugar: frente al palacio del Tirano. Él apareció enseguida, muy espantado:
-¿Qué pasa ahí? ¿Qué es este desbarajuste? Vayan ya mismo a trabajar…
La que respondió fue Jacira, que estaba delante de todos:
-Vinimos a mostrarle una cosa linda.

Metió una mano en el bolsillo del uniforme y sacó de adentro un arco iris. Es decir, todavía no estaba listo. Era solo un pedazo de cristal que le había regalado la abuela, un vidrio en cuyo interior dormían todos los colores. Pero cuando el sol dio en el cristal, fue despertando los reflejos coloridos que comenzaron a brotar de allí adentro. Y antes de que al Tirano se le pasara el susto, en medio de todo aquel rojo-naranja-amarillo-verde-azul-añil-violeta, Jacira fue sacándose el uniforme grisáceo, igual al de todos los demás. Y abajo del uniforme estaba preciosa, pintada con jugos de plantas y frutas silvestres, adornada con plumas de papagayo y de loro, de tucán y pavo real, de cacatúa y faisán, que los abuelos habían guardado durante todo ese tiempo, como un secreto bien escondido. Y el resto de la familia distribuía entre la gente las pinturas que las fábricas no fabricaban, pero que se encontraban en los rincones del campo. Violeta de moras trituradas y púrpura de remolachas pisadas. Verde de hojas bien hervidas. Amarillo de raíces machacadas. Rojo de cochinillas calentadas. Y cada uno iba pintando las ropas, los muros, las paredes, las ventanas, todo lo que se le cruzaba en el camino, y la ciudad iba quedando colorida, con muchos brillos diferentes.
Cuando vio todo eso, el Tirano se puso furioso. Empezó a dar órdenes y a gritar:
-¡Paren con esto, ya mismo! ¡Guardias! ¡Vengan inmediatamente! ¡Terminen con este desbarajuste!
Pero resultaba muy complicado. Los guardias no podían ni oírlo, porque también iba llegando un barullo tremendo de la plaza; no se podía oír al Tirano, por mucho que vociferara.
Esta vez era Totonho, que había empezado con su parte, allá, del otro lado. Con tallos de hojas de papayo, o con bambú, había hecho muchas flautas, junto con sus tíos y sus primos. Ahora todos distribuían los instrumentos entre la gente. Y enseñaban:
-Sople por acá.
-Mire, tiene que sacudirlo así…
-Golpee acá, así.
Es que no solo había flautas. También distribuían tapas de ollas; latas, cestas y calabazas llenas de caracoles, arroz, semillas de diferentes tipos; cajas de fósforos; tenedores y sartenes… En fin, todo lo que sirviera para soplar, tocar, agitar, hacer ritmo y música. El que no tenía ningún instrumento lo inventaba en un instante. Aplaudía. Silbaba. Hacía chasquear los dedos. Marcaba el ritmo con el pie en el suelo. Y cuando todos estuvieron bien animados tocando y cantando, Totonho comenzó una nueva forma de sacar una canción de su cuerpo: se bamboleaba de pies a cabeza, se balanceaba con gracia, en un baile que iba despertando en todos ganas de bailar también, de sacudir las caderas y los hombros, de menear los brazos de un lado a otro, de mover los pies en el suelo y dar saltitos de acá para allá.
El Tirano se puso más furioso todavía. Gritó lo más alto que pudo:
-¡Esto está prohibido! ¡Voy a castigarlos a todos! ¡Paren inmediatamente!
No sirvieron de nada sus gritos. Nadie oía nada, nadie prestaba atención a nada que no fuera la hermosa fiesta, los colores que se esparcían, la música que los llenaba, el cuerpo que se alegraba.
Pero él pensó: “No importa; este escándalo va a durar poco. Dentro de un rato va a oscurecer, y con el toque de queda se termina todo.”
Pero no contaba con Isabel, ni con el abuelo de Isabel, que había sido un verdadero fabricante de estrellas y ahora enseñaba a su nieta todos los trucos. También ellos estaban esperando que oscureciera.
Cuando por fin llegó la noche, cuando yo ningún rayo de sol podía despertar el arco iris, la belleza fue diferente. Comenzó a llover al revés. Una lluvia de luz, que primero subía muy alto y después se derramaba, se abría en el cielo, iluminando, vertiéndose y titilando. Formaba flores, fuentes, corría como una viborita, giraba como un remolino, multiplicaba tantas estrellas en los brillos de allá arriba que los que miraban hacia lo alto solo conseguían exclamar:
-¡Ahhhhh!
O, si no:
-¡Ohhhhh!
De pie, con el cuello estirado, los que estaban en la plaza admiraban toda esa belleza que alumbraba de estrellas las cabezas levantadas. Era una fiesta completa; todo el mundo gritaba, se reía, jugaba, se divertía, con enorme alegría.
El Tirano todavía intentó protestar:
-¿Pero qué diablos es esto?
Esta vez alguien llegó a oírlo. Entonces Isabel trató de responder:
-Artes de abuelo… Dice que estamos descubriendo la pólvora.
-¿Pólvora? –se espantó el Tirano.
-Eso mismo, pólvora. Fuegos artificiales.
Se usan para armar espectáculos de estrellas en las fiestas. Pero también se los puede usar para defenderse de la gente que no vale nada.
Ante todo esto, y por las dudas, el Tirano creyó mejor aprovechar la oscuridad de la noche para desaparecer. Según parece, hasta se cambió la ropa gris, llena de cintitas y estrellas. Los colores y los brillos del país en fiesta eran demasiado fuertes para él. Nunca más lo vieron por allí.
Dicen que anda recorriendo otras tierras, buscando un rincón para volver a tiranizar. Por eso es bueno mantener los ojos bien abiertos y no permitir que se apodere de la nuestra. Sobre todo porque puede ser que ahora se haya vuelto más astuto.
Y entonces sería más difícil librarse de un Tirano solo con un arco iris en el bolsillo, una canción en el cuerpo y una lluvia de estrellas.