EL PUENTE
Carlos
Gorostiza (estrenada en 1949 en el teatro La Máscara el 4 de mayo)
REPARTO:
EN LA
CASA
RODOLFO
(HERMANO DE ELENA) •
ELENA
(ESPOSA DEL INGENIERO) • •
Mario
Rolla
Alejandra
Boero
MaríaElenaSagrera
Pedro
Doril
Adriana
Campos
PADRE (DE
ELENA)
TERE (AMIGA DE ELENA)
PANADERO
Antonio Rivas
HOMBRES
1°, 2° Y 3° EdgardoNervi,
Carlos
Felvar y José Chai
EN LA CALLE
PATO Hugo
Edmundo Monzón
TESO
Alejandro Oster
RONCO
Enrique D’Amico
PICHI’N
Pedro Asquini
Gabriel
Lannes
MINGO SalvadorMillán
TILO
Miguel Narciso Bruse
ÑATO
Jorge Dublán
ANGÉLICA
(HERMANA DE ANDRESITO)
Delialrigoyen
MADRE (DE ANDRESITO)
Nora
Vernay
La acción transcurre en Buenos
Aires, alrededor de 1947
Escenografía: Gastón Breyer
Dirección: Carlos Gorostiza -
Pedro Doril
PRIMER ACTO
PRIMER MOVIMIENTO
LA CALLE
Es una
esquina de barrio: una puerta grande de madera, cerrada y negra, hace ochava. A
la izquierda, en diagonal, una calle se desliza. La casa enseña uno de sus ojos —un balcón
enorme, también negro y cerrado—. A la derecha, más en diagonal, otra calle se
pierde, más corta y estrecha; también allí muestra la casa otro de sus ojos: un
balcón grande, negro y cerrado. En la puerta, un umbral blanco es el refugio de
los muchachos. El telón comienza a correrse con lentitud y al mismo tiempo se
oye claramente el tañer de campanas de una iglesia vecina. Mujeres pasan de
izquierda a derecha, algunas con un tul blanco sobre su cabeza. El tañer de
campanas continúa. Las mujeres ya han pasado. Por derecha aparece Pato,
“cabeceando” una pelotita de goma. Juega con ella mientras llega frente a la
puerta y mira a lo largo de las dos calles. Luego se decide y se sienta sobre
el mármol blanco del umbral. Golpea la pelota contra el costado de la entrada
con suma tranquilidad; está esperando. En ese momento las campanas han
terminado su fastuoso redoble y una sola campanada aislada anunció,
definitivamente, las diez y media de la mañana. Entonces llega, también por derecha,
Tesorieri. Viene silbando bajito y calla cuando ve a Pato, que está sentado de
espaldas. Camina con suavidad y cuando está a su lado le arrebata la pelota,
que volvía de un rebote contra la pared.
PATO. —
¡Trae, che, tira!
TESO (juega con la pelota y la
lanza al aire, abriendo los brazos y embolsándola cuando cae. Habla como un
relator deportivo).
Y en una magnífica atajada, Tesorieri embolsa la
pelota, salvando un momento de apremio para la valla boquense...
PATO (estirando
la mano). — Largala, largala. A ver si la perdés que es de mi hermanito.
TESO (le arroja la pelota y se
sienta a su lado, refunfuñando). — ¡Y para qué la trajiste, entonces? (Pausa.)
PATO. —
Si vienen los muchachos, ¿jugamos un picado?
TESO. —
¿Estás loco? ¿Y el partido de esta tarde?
PATO (mirando
hacia arriba). — ¿No viste cómo está el tiempo?
TESO. —
Es una nube pasajera...
PATO. —
Sí, pasajera. Cuando jugamos contra Honor y Gloria también era pasajera...
TESO. —
Bueno, pero aquel día era diferente. (Vuelve a mirar.) ¿No ves como se
van las nubes? (Señala.) Mirá, mirá. Siempre que van para aquel lado,
después se aclara. (Pausa.)
PATO. —
¿Viene el Ronco? (Mientras habla juega con la pelotita contra el
suelo.)
TESO. —
No sé nada. ¿Y vos?
PATO. —
Yo tampoco.
TESO. —
¿Y de centrofóbar quién juega?
PATO. —
Y... Vamos a ver. ¿Anoche no lo viste a Andresito?
TESO. —
Todavía no había llegado.
PATO. —
¡También, qué trabajo se fue a buscar!
TESO. —
Y... le pagan bien...
PATO. —
¿Cuándo terminan ese puente?
TESO. —
Creo que el mes que viene. Pero parece que después lo mandan a Mendoza.
PATO. —
¡Quién sabe!
TESO. —
Qué macana sería, ¿no? (Pato lo mira.)Es un buen centrofóbar...
PATO. —
¡Claro! (Pausa.) ¿Anoche qué hicieron?
TESO. —
Fuimos a la milonga.
PATO (disgustado)
¿No sabían que esta tarde había partido?
TESO. — Y... fuimos un rato. (Como disculpándose.) El único que bailó fue el Ñato.
TESO. — Y... fuimos un rato. (Como disculpándose.) El único que bailó fue el Ñato.
PATO. — ¡Hay
que embromarse! Después no se pueden ni mover...
TESO. —
Fue el Ñato el que quiso ir. Nosotros queríamos ir a ver la pelea.
PATO (esto
es lo que le interesa). — ¿A qué hora se acostaron?
TESO (como quejándose). —
¡Temprano!
PATO. —
Sí, a las cinco.
TESO. —
¡Si del baile nos fuimos a dormir!
PATO. —
¿A qué hora?
TESO (titubeando).
— A eso de las cuatro...
PATO. —
¡Qué fenómeno! ¡Ojalá que pierdan hoy!
TESO. —
¿Vos no jugás?
PATO. —
Claro que juego.
TESO. —
¿Y entonces por qué decís “que pierdan”?
PATO (agarrado). — ¡Acabala, che! (Aparece Ronco.)
TESO. —
¿Y no dijiste “que pierdan”, acaso?
PATO. — Bueno, che... (Llega
Ronco frente a los muchachos.)
TESO. —
¿Qué decís, Ronco...?
RONCO. —
¡Qué decís!
PATO (sin
saludar). — ¿Jugás hoy, Ronco?
RONCO. — Claro. (Se sienta en
medio de los dos. Lleva un traje barato que cuida.)
TESO. — ¡Ah,
Ronco lindo! (Lo abraza y lo despeina
algo; juegan como hacen los
muchachos, con trompaditas en los brazos, etc.)
PATO. —
¿Y te venís con esas pilchas?
RONCO. —
Después me la saco. Vine a comer a lo de mi tía.
TESO. — ¡Vas
a ver qué partido va a ser!
RONCO. —
¿A qué hora se juega?
TESO. —
De tres a cinco.
PATO. —
Si no llueve...
TESO. — ¡Qué
va a llover!
PATO. — ¡Mira cómo está! (Mira
hacia arriba; lo imitan los otros dos.)
TESO. —
¡Se están yendo, no ves!
RONCO (baja la mirada; los otros
no). — ¿Juegan
todos?
PATO (ahora
sí bajan la cabeza). — Andresito quién sabe.
RONCO. —
¿Por qué?
TESO. —
Parece que todavía no vino.
RONCO. —
¿Y el cuadro cómo forma?
PATO. —
Y... si no viene Andresito lo ponemos al Mingo. (Pausa.)
Forma:
Tesorieri (lo señala), yo y Balero; Pichín, vos y el Tilo, Manolo,
Antoñito... el Mingo, el Ñato y Cañita.
RONCO. —
¿Y el Ñato va a jugar de insai?
PATO. —
¿Y a quién vas a poner?
RONCO. —
¿Y el Loco?
PATO. —
Para que haga como la vez pasada, que dijo que venía y después no vino...
TESO. —
El otro día lo encontré en la fonda. ¿Sabes lo que me dijo? Que iba jugar para
Rácing. (Por izquierda aparecen Mingo y
Pichín.)
PATO. —
Ése se engrupió.
RONCO. —
No, el Loco es bueno, che. (Llegan a la puerta; no hay saludos sino golpecitos característicos.)
PICHÍN (quiere lugar en la
puerta). — Correte, che...
PATO. —
¿Y? ¿Vino Andresito?
MINGO (a
Pato). — El Tilo fue a preguntar.
TESO (a
Pichín). — Salí de ahí. Estábamos sentados lo más tranquilos y...
MINGO (a
Pato, continuando). — Ahora viene para acá.
TESO (que no había oído). — ¿Quién?
MINGO. —
¡El Tilo!
TESO (otra vez en su asunto). — ¡Salí, Pichín! (Una mujer joven acaba de llegar por la
vereda y se detiene frente a la puerta)
MUJER (severa) — ¡Permiso! (Los muchachos se levantan con pesadez y se separan de la puerta mientras miran a la mujer. Ella se para sobre el timbral y toca el timbre. Mira con desprecio a los muchachos. Ellos llegan despacio al balcón izquierdo.)
MUJER (severa) — ¡Permiso! (Los muchachos se levantan con pesadez y se separan de la puerta mientras miran a la mujer. Ella se para sobre el timbral y toca el timbre. Mira con desprecio a los muchachos. Ellos llegan despacio al balcón izquierdo.)
PICHÍN (a
Tesorieri). — ¡Andá, sentáte ahora!
TESO. —
¡Callate, peinaperros!
PICHÍN. —
Anda, hacete alambrar la cara, anda... (Se recuestan contra el
balcón, ajenos a la puerta, que se abre.)
MUJER. —
¡Elenita!... ¡Pero cómo te va!
VOZ (desde
adentro). — ¡Pero caramba, sabés que hoy estaba pensando en vos! ¡Pasa, pasa! (La mujer entra y la puerta se cierra detrás de ella.)
PATO (a
Mingo). — ¿Te dijo que venía en seguida el Tilo?
MINGO. —
Nos dijo que lo esperáramos, pero como no venía nos fuimos.
RONCO. —
¿Siempre habla con la hermanita de Andresito?
MINGO. —
Sí. (Aparece el Ñato por izquierda.)
PICHÍN. —
¡Uff! ¡Siempre tienen problemas!
TESO. — Y
bueno. La Madre quiere que se casen, pero él todavía no puede. (Pichín
está de espaldas al Ñato, que ya llegó junto al balcón. Éste, silencioso, se
agacha y con el puño golpea contra el empeine del pie de Pichín, quien salta y
hace como que se pelea. Se agarran los brazos, etc.)
PATO. — Este ñato,
si no está embromando no está contento.
RONCO (a
Ñato). — ¿Qué decís?, Ñato.
ÑATO (al
descubrir a Ronco). — ¡Qué decís, Ronco! ¡Dónde anduviste, tanto tiempo!
RONCO. —
Y, vos sabes. Ahora vivo en La Paternal...
ÑATO. —
¿Así que jugás esta tarde?
RONCO. —
Claro.
ÑATO. —
¡Fenómeno!
PATO. —
¡Vos mejor pasa la pelota!
TESO. —
¡Qué va a pasar éste, si es un morfón”!
ÑATO (amagándole un golpe). —
¡Callate!
PATO (sordo).
— ¿Anoche fuiste a la milonga, no?
ÑATO (disimulando).
— Sí, fuimos un rato...
PATO. —
Sí, un rato; y se acostaron a las cuatro.
ÑATO. —
¡Eh, che! ¡Al final, qué sos vos!
TESO. —
¿No es el capitán, acaso?
ÑATO. —
¿Y tanto lío porque es el capitán?
PATO. —
¿Por qué no sos vos el capitán?
PICHÍN. —
Dale, Ñato, agarrá.
ÑATO. —
No. Estás loco.
RONCO. —
Bueno, che. Terminenlá.
ÑATO. — Y
es éste, no ves que se viene a mandar la parte...
RONCO. —
¿A dónde fueron?
ÑATO. —
Al Juventud.
MINGO. —
¿Estaba lindo?
ÑATO. —
Estaba fenómeno.
TESO.
—¡Vamos! ¡Qué va a estar fenómeno!
ÑATO. —
Vos porque no bailaste...
RONCO (a
Teso). — ¿Vos también fuiste?
TESO. —
Sí. Y pregúntale a Pichín que también estaba. Lo que pasa es que éste agarra
cada mueble que bueno bueno...
ÑATO. —
Sí, pero cómo bailaba, pibe. (Da unos pasos de baile, haciéndose el arrabalero.)
PICHÍN. —
¡Vamos, Ñato!
TESO (a
Ronco). — Decíle a Pichín que te diga cómo caminaba. Vas a ver qué bien lo
hace...
RONCO. —
Dale, Pichín.
MINGO. —
Dale...
PICHÍN. —
Dejá, dejá...
TESO. —
Vamos, ¿te haces rogar ahora?
PICHÍN. —
No tengo ganas.
TESO (a
los otros). — Anoche lo hacía igualito, tenés que ver. (Pichín de pronto se decide y comienza a hacer la
imitación.) ¡Igualito! ¿Ves?
¡Así, así caminaba!
ÑATO. —
¡Estás loco!
PICHÍN (burlándose). — ¿Vamos a bailar esta pieza, Ñato? (EI Ñato lo agarra y se trenzan en otra
lucha en broma. Así se corren hasta la
esquina y entonces se pelean por sentarse, hasta que se sientan.)
PATO (que se ha quedado un poco rezagado). —
Che, ¿y el Tilo no viene?
RONCO (Después de mirar, igual
que Pato, hacia su derecha). — ¿Por qué no lo vas a buscar, Mingo?
MINGO. —
Debe estar con Angélica.
ÑATO. — ¡Eh,
hasta por la mañana, che!
PATO (a
Mingo). — ¡Anda a buscarlo, anda!
PICHÍN. —
¡Y por qué no vas vos, che!
PATO. —
¿A vos quién te habló?
RONCO. —
¿Todavía no cambió la hermanita de Andresito?
PICHÍN.
—¿Angélica? ¡Dios mío!
ÑATO. —
Tiene sapitos en la cabeza.
PATO. —
Andá, Mingo...
MINGO (suave,
recogiendo la cabeza). — No, che... ¿no te dije ya?
PATO. —
Bueno, hace lo que quieras.
MINGO. —
En seguida viene...
RONCO. —
¿Hace mucho que andan de novios, no?
MINGO. —
Y, hace como un año.
RONCO. —
¿Y cuándo se casan?
MINGO. —
¡Qué se yo!
TESO. —
Me parece que tienen para rato.
RONCO. — ¿Y
el Tilo no gana bien?
PICHÍN. —
¡Si lo suspenden cada dos por tres!
PATO. —
Pero ahora está ahorrando...
TESO. —
¡Sé! ¡Todavía no empezó!
ÑATO. —
¿Y vos sabés la vieja como lo tiene?
MINGO. —
Todas son iguales.
PICHÍN. —
Por lo menos ésta los deja salir. ¿No sabés lo que le pasaba a Manolo con la
novia que tenía?
RONCO. —
¿Qué le pasaba?
PICHÍN. —
¡Dios me libre! Resulta que primero empezó a pararse en la puerta, ¿sabes?
Bueno; un día salió la Madre y los hizo entrar. ¡Para qué! Le cebaron mate, lo
atendieron bien, ¿sabés? Y asi lo dejaron estar un mes. Él iba los martes y los jueves a la casa. Y los sábados la
vieja los acompañaba a bailar. Pero un día la Madre hace pasar a la piba
adentro y se la empieza a agarrar con Manolo.
ÑATO (que estaba un poco apartado,
viendo pasar a una muchacha con tul sobre la cabeza). — ¿Me reza un Padrenuestro,
chica?...
PATO. —
¡Che! ¡Es la hermana del Toto!
ÑATO. —
¡Y qué tiene! ¿No va a misa, acaso?
PICHÍN. —
Bueno. Entonces la Madre se la agarra con Manolo. “Yo sé que usted es un buen
muchacho, trabajador y todo”, le dice. “Pero no quiero que usted haga perder el
tiempo a mi hija si no tiene seguridad.” Y agarra y le dice: “Usted me tiene
que decir cuándo piensa comprometerse.”
TESO. —
¿Y qué hizo Manolo?
PICHÍN. —
¡Qué iba a hacer! Le dijo que todavía no podía asegurarle nada, porque ganaba
poco.
ÑATO. —
¿Y la madre qué le dijo?
TESO. —
¿Lo sacó rajando?
PICHÍN. —
“Desde hoy en adelante no pueden verse más afuera”, le dijo.
“Y le doy
un mes de plazo para que arregle la situación.”
ÑATO. —
¡Qué fenómeno! Por eso yo, viejo... (Se lava las manos.)
PATO. —
¿Y Manolo qué hizo?
PICHÍN. —
¡Y... qué iba a hacer! Le dijo que iba a cambiar de trabajo, que era muy joven,
que iba a ganar más y se iba a poder casar...
RONCO. —
¿Y la vieja no aflojó?
PICHÍN. —
¡Qué va a aflojar! ¡No quiso saber nada de nada ¡Durante ese mes, Manolo siguió
yendo a la casa, ¿sabes? ¡Había que aprovechar!
RONCO. —
¿Y después?
PICHÍN. —
Después trataron de verse de contrabando, pero la vieja era una viva que ¡cualquier día la ibas a cachar! Al
final tuvieron que tirar la esponja...
RONCO. —
Pobre Manolo.
PICHÍN. —
¡Qué pobre! ¡Si se la salvó! ¡Ahora sí
que tiene una piba fenomenal!
TESO. —
¡De veras! ¿Vos no la conocés, Ñato?
ÑATO. —
Yo no.
PICHÍN. —
¡Antes iba al Juventud!
ÑATO.— A
mí déjame de novia, viejo. Para eso tengo tiempo. (Saca algo
del bolsillo.) Mira. (Exhibe un libro y lo abre.)
TESO (abalanzándose sobre el Ñato). — ¿Qué
es, che?
PICHÍN. —
Mostráme, a ver.
ÑATO. —
Un momento, un momento.
TESO. —
Vení, Ñato, sentate acá.
PICHÍN. —
Vení, vení. (El Ñato se sienta en medio
del umbral, rodeado de todos,
que lo asedian y estiran las cabezas para no perder un detalle de lo que se ve
en el librito. Cuando más o menos se han colocado en una posición cómoda, se
produce un silencio escalofriante y por de más elocuente. El Ñato hojea
lentamente el librito. Es el dueño de la situación.)
PATO (el
Ñato dio vuelta a una hoja). — ¡Esperá, no vayas tan ligero!
ÑATO. —
¿Y no viste, ya?
TESO. —
¡Qué fenómeno!
RONCO. —
¿De dónde lo sacaste, Ñato?
ÑATO. —
Se lo compré a un empleado de la tienda. (Nuevamente el silencio.)
RONCO. — Guardá, guardá (Aparecen, casi en la esquina, Angélica y el
Tilo. El Ñato oculta el librito y todos disimulan. Tilo y Angélica pasan con la
cabeza gacha, sin saludar, y se detienen frente al balcón derecho.)
ÑATO. —
Ahora ni saluda éste.
PATO. —
Callate, che. El Tilo es un buen muchacho.
TESO. —
Mostrá, Ñato, mostrá. (El Ñato saca el
librito y todos quedan nuevamente
mudos. Así están ellos ocupados mientras Tilo y Angélica dialogan frente al
balcón derecho.)
TILO. —
Entonces no querés que te acompañe.
ANGÉLICA.
— No.
TJLO. —
Está bien. Me quedo aquí.
ANGÉLICA.
— Bueno, chau.
TILO (concentrado).
— ¿Por qué no saludaste a los muchachos?
ANGÉLICA (con
cierta ironía). — ¿Quién los conoce?
TILO (sordo).
— Vos los conocés.
ANGÉLICA (abriéndose).
— Son unos guarangos. Y lo que vos deberías hacer es no juntarte con ellos.
TILO (aún
sordo). —Son buenos muchachos.
ANGÉLICA.
— Sí, cuando duermen.
TILO. —
¿Acaso tu hermano no es también de la barra?
ANGÉLICA.
— Sí. Mirá cómo se porta.
TILO. —
Si todavía no vino es por algo.
ANGÉLICA.
— Me parece que desde anoche tenía tiempo para avisar.
TILO. —
Y... anda a saber...
ANGÉLICA.
— Lo único que hace es amargarle la vida a mamá.
TILO. —
¿Pero hoy qué te pasa a vos?
ANGÉLICA.
— A mí nada.
TILO. —
Primero no querés que te acompañe y ahora te enojas por cualquier cosa.
ANGÉLICA.
— Y bueno. ¿Una no puede estar de mal humor un día?
TILO. —
Sí, pero por eso no tenés que tomártela conmigo; ni con Andresito, ni con los
muchachos.
ANGÉLICA.
— ¡Vos, Andresito y los muchachos! ¡Ya estoy cansada de todo! ¡Estoy harta de
vivir así!
TILO (con rabia profunda, sorda).
— Muchos
viven peor.
ANGÉLICA.
— Sí. Eso es lo que dice mamá. Pero también hay muchos que viven mejor. ¿O eso
ustedes no lo piensan? Por ahí hay un montón de casas llenas de lujo. Con auto
y qué sé yo... ¿Vos tenés alguna? ¿Eh?
TILO. —
Vos vas mucho al cine.
ANGÉLICA.
— ¡Claro! Yo no tengo derecho a tener todo eso, ¿no es cierto?
TILO. —
Derecho sí, pero...
ANGÉLICA.
— ¿Pero qué?
TILO. —
Nada.
ANGÉLICA.
— Hablá, hablá.
TILO. —
Mirá, Angélica, a vos hoy te pasa algo.
ANGÉLICA.
— Y vos lo querés saber, ¿no es cierto? Hasta luego. (Da media vuelta.)
TILO. —
No te vayas. Esperá.
ANGÉLICA.
— ¿Qué querés?
TILO. —
¿Qué te pasa?
ANGÉLICA.
— Nada.
TILO. —
¿Por qué no querés que te acompañe?
ANGÉLICA (fría).
— Porque voy hasta acá nomás.
TILO. —
¿A dónde vas?
ANGÉLICA.
— Ya te lo dije. A casa de una amiga.
TILO (después de una pequeña
pausa, habla muy severamente). —Estoy pensando una cosa.
ANGÉLICA.
— ¿Qué?
TILO. —
Que quién sabe te estás aburriendo de mí.
ANGÉLICA.
— ¿Por qué decís eso?
TILO. —
Pensando como pensás, es fácil que te aburras de mí.
ANGÉLICA (comprende
que ha exagerado). — No seas tonto. De vos yo no me aburro. Son otras
cosas.
TILO. —
Serán otras cosas. Pero también soy yo, Andresito, los muchachos. Antes lo dijiste.
ANGÉLICA.
— No quise decirte eso. Quise decirte que todo lo que me rodea... no sé...
TILO. —
Entre lo que te rodea estoy yo.
ANGÉLICA (enterneciéndose
un poco). — Vos estás al lado mío.
TILO. —
Es la misma cosa.
ANGÉLICA (un
poco perdida). — No, Tilo... si vos...
TILO. —
Si yo tuviera plata sería diferente.
ANGÉLICA.
— ¿Por qué me venís con esas cosas ahora?
TILO. —
Porque es la verdad. (Su voz es más fuerte ahora, pero continúa siendo
sorda.) ¿No lo has pensado muchas veces, acaso? ¡Si yo tuviera plata, eh!
ANGÉLICA (le
alcanza cierto temor). — No, Tilo. Vos no me entendés. Yo pienso por mí y por vos.
TILO. —
Yo estoy bien como estoy.
ANGÉLICA (se
rebela un poquito). — Eso no es lo que pensás.
TILO (ahora
más fuerte). — ¡Plata, plata, plata! Como si no tuvieras otra cosa de qué
hablar. Siempre te metés con la plata.
ANGÉLICA.
— Es ella la que se mete conmigo. (Las dos miradas se encuentran y luego se desvían, nerviosas.)
(Junto a la puerta.)
PICHÍN. —
¿Cuánto te costó, Ñato?
ÑATO. —
Cinco mangos.
TESO y
PICHÍN (al mismo tiempo). — ¡Cinco mangos!
ÑATO. —
Y... ahora están prohibidos...
PATO (ansioso). — ¡Seguí, che! (Junto al balcón.)
TILO (encontrando
una vía de escape). — ¿Toda la vida vamos a seguir igual?
ANGÉLICA.
— No. Toda la vida no. Eso es lo que no quiero.
TILO. —
Con protestar no vas a ganar nada.
ANGÉLICA.
— Ya empecé también a pensar en eso.
TILO. —
¿Qué pensás hacer?
ANGÉLICA.
— No sé. Pero esto no lo voy a aguantar mucho tiempo.
TILO. —
Dentro de veinte años vas a decir lo mismo.
ANGÉLICA.
— ¿Dentro de veinte años? Dentro de veinte años... no quiero ser como mamá,
pobre.
TILO. —
¿Qué tiene tu mamá?
ANGÉLICA.
— Yo sola sé las cosas que le han pasado.
TILO. — A
todos nos pasan cosas.
ANGÉLICA.
— Eso es lo que vos no comprendés, ¿ves? Yo estuve al lado de mamá, he visto
cómo ha pedido y cómo ha suplicado. Cómo se ha arrastrado, mejor dicho. Éramos
mi hermano y yo los únicos que podíamos
traerle unos miserables pesos a fin de mes. Todo lo demás, ella, ¿sabes? (inicia el llanto suave y graciosamente.) Nosotros
éramos chicos y no comprendíamos nada, pero después uno se hace grande y
entiende las cosas; y se da cuenta que no hay derecho, que eso no está bien. Y
una no tiene por qué pasar también por eso... (Termina llorando cómicamente y sacando un pañuelo para sonarse la
nariz. En ningún momento es dramático su gesto, o su voz.)
TILO (enternecido).
— Bueno, Angélica, no llores. Yo sé que tenés razón, pero las cosas están
hechas así...
ANGÉLICA.—
Ahí está, ¿ves?¿Por qué no pueden estar hechas de otro modo?
TILO . — ¿Qué
sé yo...? Hace tanto tiempo que todo está hecho así. Pero no te aflijas. Yo voy
a tratar de progresar y no vas a tener que pasar por nada de eso.
ANGÉLICA (mimosa).
— Bueno, pero entonces no me discutas cuando estoy así.
TILO (con
firmeza). — Es que tampoco tenés que ponerte así.
ANGÉLICA (con un poquito de rabia que vuelve). —
¿Empezás otra vez?
TILO (más
fuerte). — Yo no. Vos sos la que empezás.
ANGÉLICA (con más rabia). — Bueno, me voy. (Se va a paso enojado.)
TILO. — Angélica... (Tilo vuelve a la puerta de la esquina después de ver cómo Angélica se
marcha orgullosa hacia el fondo de la calle.)
PATO (viendo
a Tilo). — Che, Tilo, ¿y Andresito?
TILO (seco).
— Todavía no vino.
PATO.
—¿Qué le pasó?
TILO. —
Nada, qué le va a pasar. Todavía no vino... (Los muchachos dejan de mirar el librito.)
MINGO. —
Pero tenía que venir ayer...
TILO (sin hacer caso, al ver a
Ronco). — Qué decís, Ronco. (Ronco le hace un corto saludo con la mano.)
ÑATO (levantándose
y guardando el librito). — ¿No viene todos los sábados del puente?
PICHÍN (a
Ñato). — Vení, Ñato, sigamos mirando.
TESO (a
Ñato). — No le hagas caso, que le va a hacer mal.
TILO (a
Ñato). — Sí, viene todos los sábados, pero ayer no vino.
PICHÍN (a
Teso). — Vos callate, che.
PATO (a
Tilo). — Qué raro, ¿no?
RONCO (a
Tilo). — ¿Y no avisó que no venía?
TILO (a Ronco). — No, no avisó nada. (Pausa.)
MINGO (con decisión, queriendo
alejar raros pensamientos). — Deben estar trabajando horas extras. El puente
estaba atrasado.
PATO. —
Sí... pero podía haber avisado.
TESO. —
Claro que podía haber avisado.
PATO. —
¿Por qué no preguntan por teléfono?
TILO. —
Ya llamó la Madre, llamó Angélica... Pero no contestan.
RONCO. —
¿Cómo te va con Angélica?
TILO. —
Bien. ¿Por qué?
RONCO. —
No. Te preguntaba.
TESO.
—¿Tuviste bronca?
TILO. —
Querés callarte.
PICHÍN (metiendo la mano en el bolsillo del Ñato).
— Prestáme, Ñato.
ÑATO (forcejeando, impide que Pichín le quite el
librito). — Saque la mano de ahí. Saque la mano de ahí que a usted le hace mal.
(Pichín cede al fin; pero ya se
han corrido al balcón de la izquierda, entre manotazo y manotazo.
Paulatinamente, como hacen los muchachos, todos se corren al balcón y dejan la
puerta libre. Pato juega con su pelota y Tilo y Mingo quedan un poco
rezagados.)
TILO (a
Mingo). — Yo no sé para qué se habrá inventado la plata.
MINGO. —
Si tuvieras mucha no dirías lo mismo.
TESO (en
grupo más grande). — ¿Por qué? ¿Qué te pasa?
PATO (a
Teso). — Y... ponemos a Mingo.
TILO (después
de dudar). — Nada. ¡Que Angélica se viene con cada problema!
MINGO. —
Todas las mujeres son iguales.
TILO. —
Pero lo más lindo es que tiene razón.
TESO (que se acercó, abraza a Tilo por detrás).
— ¿Estás en forma para hoy, Tilo?
TILO. —
Salí, che.
TESO. —
¿Qué te pasa?
TILO. —
Qué te importa.
TESO.
—Bueno, está bien, no pegues por eso. (Se aparta y ya están todos junto al balcón.)
RONCO. —
Mira cómo se está aclarando.
TESO. —
Viste, Pato. ¿Qué te decía?
PATO (voz baja, de augurio). —Esperemos que dure. (Pato lanza la pelota contra la persiana
produciendo el ruido característico.)
PICHÍN. —
¡Sos lechuza, eh!
TESO. —
Éste siempre el mismo pájaro de mal agüero.
PATO. —
¿Y acaso no se puede volver a nublar?
PICHÍN (burlándose).
— Y claro... (A los otros.) Puede llover... puede caer granizo... puede perderse la
cosecha...
PATO. — ¡Vos
no te hagas el vivo! (Se abre la persiana
del balcón. Aparece la cabeza de una mujer joven. Lleva el cabello
“arremangado”.)
MUJER. —
¿No tienen otro lugar adonde ir a molestar, que siempre eligen esta esquina?
PATO. —
Fue sin querer...
MUJER. —
Bueno, mándense a mudar de aquí. ¡ A ver si llamo a la comisaría!
(La mujer cierra las persianas mientras los muchachos se corren.) ¡Atorrantes!
PATO. —
Esta cosa ya me tiene seco... (Los muchachos se corren lentamente hasta quedar junto a la esquina,
frente a la puerta, pero sin sentarse.)
RONCO. —
¿No paran más en el almacén?
TESO (con
desprecio). — Nos peleamos con el gallego.
PICHÍN (ansioso). — Contále, Tesorieri.
PATO (señalando
a Tesorieri). — Lo llevaron en cana.
RONCO. —
¿Ah, sí? ¡Contá, contá!
TESO. —
¿Y qué se creía ése? ¿Que la vereda era de él?
RONCO. —
¿Qué te hicieron, Teso?
TESO. —
Nada. Me tuvieron tres horas, nada más.
RONCO. —
¿Y qué te dijeron?
TESO. —
¿Nunca caíste vos?
RONCO. — Sí,
una vez, hace tres años...
TESO. —
¡Y bueno! ¿Entonces no sabés lo que te dicen?
PICHÍN. —
¡Claro! ¡Si siempre dicen lo mismo!
ÑATO. —
¿Por qué caíste, Ronco?
RONCO. —
Por jugar a la pelota: nos hicieron una ronda. Pero a mi me tuvieron un día.
PATO. —
¿Por qué?
RONCO. —
Mis viejos no querían ir a sacarme. Así iba a escarmentar, decían.
TESO (con
fuerza). — ¿Y adonde se va a meter uno? (La pregunta queda en el aire, hasta que al fin le contesta
Ronco, débilmente.)
RONCO. —
Y bueno, che, son los viejos. (Comienzan a sonar las campanas que anuncian, a las once menos cuarto, la
nueva llamada a misa.)
ÑATO. —
¿Ya son las once, che?
PICHÍN. —
No, qué van a ser. (Se asoma a la
esquina, frente a la puerta, y espía
en dirección al balcón derecho. Más allá está la torre de la iglesia con su
reloj, que sólo Pichín puede ver.) Once menos cuarto. (Aquí termina el redoble con dos campanadas aisladas.)
TILO (a Mingo). — ¿Me acompañas?
MINGO. —
¿A dónde?
TILO. — A
ver si vino Andresito.
MINGO. —
Si recién vinimos.
PATO. —
Andá. Acompañalo.
MINGO. —
Esperá un ratito.
TESO. —
¡Qué raro que no vino, che!
PICHÍN. —
¿Le habrá pasado algo?
ÑATO. —
¡Qué le va a pasar!
RONCO. —
Che, Teso, al final no me contaste lo del gallego.
PICHÍN (al
Ñato). — Claro que es raro. No me vas a decir que no.
RONCO (tirándole de la manga). — Che, Tesorieri...
ÑATO (a
Pichín). — Pero, ¿por qué tenés que pensar lo malo?
PICHÍN (al
Ñato). — ¿Y quién piensa en lo malo?
TESO. —
¡Claro! ¡Psss!
RONCO (insistiendo con la manga).
— Che, Teso...
TESO. —
¿Uno no puede decir nada ahora?
RONCO. —
Che, Teso...
TESO (desprendiéndose de la mano
de Ronco). — ¡Qué
querés!
RONCO. —
Contáme lo del gallego.
TESO (con
fastidio). — ¿No te lo conté ya?
PATO (con
cierta sorna). — No le conviene contarlo...
TESO. —
¿Por qué no me conviene?
PATO. —
Digo yo, no sé...
TESO (desafiando).
— ¡No me conviene, no me conviene! (Se vuelve a Ronco, “valientemente
“.) Estábamos ahí parados, ¿sabes? ¡Y lo más lindo es que no hacíamos nada!
De repente aparece el gallego y se pone a gritar y a decir: “¡A ver si se
mandan mudar de acá que me arruinan la vidriera, y qué sé yo y qué sé cuánto!”
A mí me dio bronca. Uno está ahí tranquilo, y porque tienen un almacén se creen
los dueños de la cuadra. Y entonces yo le dije: “La calle no es suya. ¡Y no me
voy y basta!” ¡Le dio una bronca al gallego! Agarró y se fue a buscar al
cana.
PATO. —
¿Ahora te olvidas de lo que te dijo?
TESO (como
quien tiene una culpa). — ¿Tanto lío porque me dijo mocoso insolente, che?
PICHÍN (divirtiéndose).
— ¿Así te dijo?
PATO (con la sorna de siempre). — ¿Y qué más?
TESO. —
¡Ufa, che!
PiCHÍN (imitando
al gallego). —“Que migor siría que íberas a trabagar...”
(Risas.)
ÑATO (entre
risas, callándose). — ¡Cómo acertó el gallego!, ¿eh Tesorieri?
RONCO. —
¿Qué? ¿Todavía no trabaja?
TESO. —
Seee...
PICHÍN (continuando
con su imitación). — En la draja. Levanta ajua cun urquilla.
TESO. —
¡Afiníshela, che!
PATO. —
¡Y bueno, si no querés que te cachen andá a trabajar!
TESO. —
Si no hay trabajo...
ÑATO. —
Lo que pasa es que vos sos un bacán.
TESO. —
Sí, vos hablas así porque tu viejo tiene una tienda.
ÑATO. —
¿Y acaso no trabajo?
TESO. —
¿A eso le llamas trabajar? (A los otros.) El tipo se la pasa todo el día
bien vestido y tratando con minas. ¿Por qué no venís un día al andamio?
ÑATO. —
¿Y por qué no cambias de laburo?
TESO. —
Eso es lo que quiero hacer. Estoy buscando.
PICHÍN. —
Qué vas a buscar, si te levantas a las doce.
TESO. —
¿Cuándo me levanto a las doce?
PICHÍN. —
¿Y el otro día que fui a tu casa?
TESO. —
Ah, ese día de casualidad...
PICHÍN. —
Callate, vivo.
TESO (defendiéndose).
— ¿Y vos? ¿Cuánto tiempo estuviste sin laburo?
PICHÍN (retando).
— Yo porque estábamos de huelga y me echaron.
TESO (convirtiéndose en triunfador).— Sí,
ahora busca excusas.
PICHÍN. —
¡Qué excusas! Y si no aquí está el Tilo, que no me deja mentir.
Che,
Tilo, ¿no nos echaron?
TILO (serio, concentrado). — Sí.
PICHÍN. —
¿viste?
TESO. —
¡Callate, callate!
PICHÍN. —
¡Y pregúntale lo que nos pagaban, además! ¿Cuánto nos pagaban, Tilo?
TILO (serio). — Poco.
PICHÍN.
—¡Y cuando fuimos a la huelga nos rajaron!
MINGO. — ¿Qué te pasa, Tilo? (Se lo dice casi en un aparte, despacio.)
TILO. — Nada. (Mingo se disgusta por la respuesta.)
ÑATO. —
¿Y para qué fueron a la huelga, entonces?
PICHÍN (con los dedos juntos, a
la italiana). — ¿Cómo
para qué?...
MINGO (disgustado,
a Tilo). — Está bien. Si no querés contar no cuentes.
PICHÍN (continuando
su exclamación). —¿Te vas a dejar chupar?
TILO. —
Después te cuento. Ahora dejame.
PATO. —
Mirá. Allá viene la vieja de Andresito.
TESO. —
Dale, Tilo. Pregúntale si vino. (Llega la Madre en medio del silencio
de los muchachos.)
MADRE. —
Ustedes no vieron a Andresito, ¿no?
TILO. —
No, nosotros no. (Pausa.) ¿Todavía no vino?
MADRE. — No... (Pausa.)
ÑATO. —
Y... habrá tenido mucho que hacer, señora...
MADRE. —
Sí, pero ya son cerca de las once.
PICHÍN. —
No se aflija, señora, no le pasó nada. (Recibe un golpe escondido
de Mingo.)
MADRE (algo
alarmada). — ¿No es cierto que no?
PATO. —
¡Qué le va a pasar!
MADRE. —
Claro. Qué le va a pasar. (Pausa.)
TILO. —
¿Siguió llamando por teléfono...?
MADRE. —
Ahora voy a llamar otra vez de la panadería. Voy a ver si contestan.
TESO. —
Usted va a ver que ahora nomás aparece.
MADRE. —
A mí lo que me extraña es que él nunca hace esto. Una vez que se quedó porque
tenía mucho trabajo avisó el mismo sábado.
PICHÍN. —
¿Pero en el puente no hay teléfono?
MADRE. — Sí,
hay...
TILO. —
Está en la casilla, y si en la casilla no hay nadie... (Pausa.)
MADRE (como para irse). —Bueno...
RONCO (no
quiere dejarla ir así). — ¿Hace mucho que están construyendo el puente?
TILO. —
Hace como seis meses, ¿no señora?
MADRE (segura).
—Siete meses y medio.
PICHÍN. —
¿Siete meses y medio ya? ¡Parece que fue ayer!
MADRE. —
Y, allí está bien... El ingeniero lo quiere mucho.
RONCO. —
¿Y qué hace?
MADRE. —Algo
así como el ayudante. De confianza, ¿sabe? Como él lo conocía del colegio...
¡Porque el ingeniero fue profesor de él!
RONCO. —
Ah, es cierto que Andresito antes estudiaba
ÑATO. —
¡Estaba en Ingeniería!
PICHÍN. —
¡Fue un gil en no seguir! (recibe otro golpe
escondido de Mingo.)
MADRE. —
¡Sí, cualquiera estudia hoy en día!
TESO (a
Pichín). — ¿Vos sabes lo que cuesta?,
TILO (serio,
casi para sí). — Hay que tener plata para poder estudiar.
MADRE. —
Dios sabe que yo hice todo lo posible para que siguiera estudiando. Pero, en
fin...
MINGO.
—Pero Andresito es inteligente. Va a progresar.
TESO. —
Claro. (Pausa.)
MADRE (como para irse). — Bueno...
PATO. —
Si llega a venir primero acá, nosotros le avisamos, señora...
MADRE. —
Bueno, gracias. Esperemos que no le haya pasado nada.
ÑATO. — No piense esas cosas, señora.
Seguramente el teléfono está descompuesto.
MADRE. —
Pero podía haber mandado un telegrama.
PICHÍN. —
Y...quién sabe no la quiso asustar...(Busca aprobación.) ¿No es cierto? (Todos reprueban con la mirada.)
MADRE (decidiéndose).
— ¿No saben si llegó el ingeniero?
PATO. —
¿Ustedes lo vieron?
ALGUNOS.
— No, no, no.
MINGO. —
¿Por qué no va a preguntar?
PICHÍN. —
¿Y para qué? ¡Si hubiera pasado algo ya habrían avisado! (Nuevas
miradas fulminantes de los otros.)
ÑATO. —
Quédese tranquila, señora. Y no le haga caso a éste, porque es un animal.
MADRE. —
Lo que pasa es que él no se guarda las cosas. Eso es.
PATO.— No,
señora, por favor. ¿Usted se cree que nosotros pensamos algo?
MADRE. —
No sé.
ÑATO (sin fuerzas). — No, señora...
PATO (también sin fuerzas). — No... (Pausa.)
MADRE. —
Bueno... (Se decide al fin.) Gracia,
muchachos, hasta luego.
TODOS. —
Hasta luego, señora. (Madre se va por
izquierda, pero Tilo la alcanza.)
TILO. — ¡Señora! (Madre se detiene y se da vuelta.)
PATO (junto a la puerta; a
Pichín). — ¡Sos pajarón, eh!
MADRE (a Tilo; esperando). — ¿Sí? (Tilo duda.)
PICHÍN (a
Pato). — ¡Y qué hay, che!
TILO (a
Madre). — Quería hacerle una pregunta...
PATO. —
¡Anda, pajarón, anda!
MADRE. — Bueno... (Los muchachos ya se habían hecho dueños de la puerta, sin sentarse.
De pronto, la puerta se abre y aparece la figura de la mujer que entró al
comienzo del acto. Al ver a los muchachos no puede disimular su enojo.)
MUJER (casi histéricamente). — ¡Permiso! (La barra, desalojada, se corre hacia el balcón derecho, después de
dar paso a la mujer, a quien miran en forma característica. Ella se va
contoneándose por derecha.)
TILO (continuando).
— ¿Qué le pasa a Angélica hoy?
MADRE. —
¿Por qué?
TILO. —
No sé. Se enoja por cualquier cosa, no hace más que hablar de plata...
MADRE. —
Pobre.
TILO. —
¿Por qué pobre?
MADRE. —
Ella no tiene la culpa.
TILO. —
¿Cómo no tiene la culpa?
MADRE. —
Ella es una muchacha muy fina, ¿sabe? Siempre fue así. Desde chiquita.
TILO. —
¿Y eso qué tiene que ver?
MADRE. —
¿No le dijo a dónde iba?
TILO. —
No.
MADRE. —
Ah...
TILO. —
No me quiso decir.
MADRE. — Claro. (Tilo se queda observando a la Madre, tratando de adivinar su
pensamiento.)
PICHÍN (a la derecha, a Pato, que tiene la
pelota). —Vamos enfrente a patear un poco, Pato.
PATO. —
No, tenemos que jugar esta tarde. (Pato mira hacia arriba y Ñato aprovecha para arrebatarle la pelota.)
ÑATO.— Vení,
vamos a tirar unos centros. (Se van todos seguidos por Pato, que refunfuña cruzando la esquina, a lo
largo de una de las calles. Ronco queda junto al balcón, mientras enciende un
cigarrillo.)
TESO. —
Vení, Ronco.
RONCO. —
No, che. Tengo la ropa. (Señala su traje.) Yo miro desde aquí.
TILO (a
la izquierda). — ¿Y usted tampoco me va a decir?
MADRE (decidiéndose).
— Bueno, pero no le diga nada, por favor.
TILO. —
¿Por qué?
MADRE. —
Y... usted sabe cómo es ella. (Tilo no contesta.) Yo anoche tenía que
pagar una cuenta, ¿sabe? Y esperaba que Andresito viniera con la quincena para
poder pagarla. Pero Andresito no vino. Y ese hombre está esperando desde hace
una semana y no quiere saber nada de nada. Dice que va a ir a la comisaría. Imagínese. Nosotros pasamos por cosas duras, ¡si
sabré yo! Pero nunca tuvimos que ir a la comisaría.
TILO. —
¿Y entonces?
MADRE. —
Mandé a Angélica a casa de la tía.
TILO. —
Ah...
MADRE. —
Usted sabe que yo nunca me llevé bien con la familia de mi esposo...
TILO. —
Sí. (Pausa.) ¿Ellos están bien, no?
MADRE. —
Más o menos... Ciento cincuenta pesos los tienen.
TILO. —
Claro. (Pausa.) Por eso Angélica estaba así.
MADRE. —
¿Y yo qué puedo hacer?
TILO. —
Claro. Usted no puede hacer nada.
MADRE. —
No se enoje con Angélica. Ella todavía no está acostumbrada...
TILO. —
¿Acostumbrada a qué?
MADRE. —
A eso. A pasar por todas las cosas que una ha tenido que pasar.
TILO. —
¿Ella no estuvo a su lado siempre?
MADRE. —
Sí, pero una cosa es ver y otra tener que hacerlo. Mire hoy cómo se puso.
Porque es la primera vez.
TILO (suave
pero decidido). — No piense que va a haber otra.
MADRE. —
Usted no pensará que yo tengo la culpa.
TILO. —
No. Eso es lo que hay que
averiguar. Quién tiene la culpa.
MADRE. —
¿Para qué? Hay que resignarse.
TILO. —
Eso lo vamos a ver. (Por el otro balcón,
aparece la pelota arrastrándose
suave por el suelo y se oye la voz de Pichín.)
PICHÍN. —
Tirala, Ronco. (Ronco se acerca al cordón
y la patea suavemente hacia esa
dirección.)
TILO. —
¿Conseguirá la plata?
MADRE. —
¿Quién sabe? (Pausa- suspiro.) ¡Estoy tan cansada!
TILO (sin
hacer caso). — ¿Andresito sabe algo?
MADRE (con
temor). — No. No le quise decir.
TILO. —
Si lo supiera ya estaría acá.
MADRE. —
¿A usted le parece?
TILO. —
Seguro.
MADRE. —
Yo no sé. Todo siempre viene junto. Es la fatalidad.
TILO. —
Quién sabe si es la fatalidad.
MADRE. —
Sí, es la fatalidad. Antes de morir mi marido yo trabajaba y ganaba bastante
bien. El día que mi pobre viejo se va al otro mundo yo me quedo sin trabajo.
¿No es fatalidad eso?
TILO. —
¿Por qué se quedó sin trabajo?
MADRE. —
Fue en el tiempo de la crisis.
TILO. —
Ah, sí. Yo era chico pero me acuerdo. Mi papá también se quedó sin trabajo.
MADRE. —
Y cuando no hay crisis hay cosas peores que la crisis.
TILO. — Y
bueno. Eso no es fatalidad.
MADRE. —
¿Y qué es entonces?
TILO. —
Qué sé yo. Por algo habrá crisis.
MADRE. —
Es la fatalidad.
TILO (suave).
— ¿Y ahora también es fatalidad que ustedes tengan que pasar por esto?
MADRE. —
Una ya nace así.
TILO. —
No. Alguna razón debe haber.
MADRE (suspirando,
pausa). — Los años le van a enseñar... (Como yéndose.) Bueno...
TILO. —
¿Y si no consigue Angélica, señora?
MADRE. —
No sé...
TILO. —
¿Cuánto necesita? ¿Ciento cincuenta, no?
MADRE. —
Y... por lo menos cien. Cincuenta ya tengo; pero es para la comida de la semana...
TILO. — Claro. (Junto al otro balcón, Ronco se interesó
por algo y se corrió hasta el borde de la vereda. Primero llega Pato,
violentamente enojado.)
PATO. —
¿Viste? Ya sabía yo. Éste es siempre el mismo. Siempre la pierde. (Detrás vuelven Teso y Mingo, y se sientan
en la puerta.)
MADRE (como
yéndose). — Bueno... voy a la panadería a ver si hay noticias de Andresito.
TILO. —
Hasta luego, señora. Y no se preocupe, que todo se va a arreglar. (lo mira, habla con seguridad). — Sí, ya
sé. (Se va por la izquierda. Tilo vuelve
al balcón derecho, mientras comienza el diálogo.)
RONCO. —
¿Y por qué no la van a pedir, Pato?
TESO.
—¿Estás loco? ¿En la carbonería? Ahí no devuelven la pelota ni a garrotazos...
RONCO. —
¿Y para qué juegan ahí, entonces?
PATO. —
¡Es aquel pajarón, que siempre patea fuerte!
MINGO (a
Tilo que se colocó a su lado). — ¿Se fue la vieja, ya?
TILO. —
Sí.
RONCO. —
¡Mirá, Pato! ¡La van a pedir!
PATO. —
Sí, vas a ver cómo los rajan.
MINGO (a
Tilo). — ¿Estaba preocupada, no?
TILO. —
Lo peor es que necesita plata para esta mañana.
MINGO. —
¿Cuánto?
TILO. —
Cien mangos.
MINGO (después
de dudar). — Y bueno... Andresito ahora nomás vendrá...
PATO (que miraba y estaba ocupado
en lo de más allá). — ¿Qué?
¿Vino Andresito?
MINGO. —
No, todavía no.
RONCO. —
¡Mira, Pato, ahí se la tiran! (Pato se levanta y se acerca a Ronco.)
PATO. —
¡Qué desgraciados!
RONCO. —
¡La rompieron toda!
PATO. —
¿No te decía yo?
TILO (extemporáneamente,
a Mingo). — ¿Vos sabes por qué viene una crisis?
MINGO. —
¿Una crisis? Yo qué sé. (Llegan Ñato y
Pichín. Ñato lleva la pelota descuartizada en la mano.)
PATO (al
Ñato). — Ahí tenés, ¿viste? ¡Ahí tenés!
MINGO. —
Pregúntale al Ñato. Él debe saber.
ÑATO (a
Pato). — ¡Y bueno, che, qué querés! ¡Mala suerte!
PATO. —
¿No te dije que no patearas así?
ÑATO. —
La agarré de puntín.
PATO. —
¡La agarré de puntín! ¡Vos siempre la agarras de puntín!
TESO. —
¿Haces tanto lío por una pelota, Pato?
PATO. —
¡Cuestan un mango cada una ahora!...
ÑATO. —
Yo te la pago, miserable... (Tira la
pelota con rabia sobre las persianas
del balcón derecho.)
PATO. —
Qué vas a pagar, qué vas a pagar...
TILO (otra
vez extemporáneamente). — Che, Ñato, ¿vos sabes por qué viene una crisis?
ÑATO (en
babia). — ¿Qué?
TESO. —
Si sabes por qué viene una crisis...
ÑATO. —
Claro que sé.
PICHÍN. —
Vamos Ñato, qué vas a saber.
ÑATO. —
Seguro que lo sé. Mi viejo me lo explicó el otro día.
TILO. — A
ver...
ÑATO. —
Es muy largo, che. ¿Ahora me venís con esas cosas?
PICHÍN. —
¡No viste que no sabe ni medio!
ÑATO. —
Ufa, che, ¡sí lo sé! Ahora no tengo gana...
RONCO. —
Una crisis viene cuando no hay plata.
ÑATO. —
¡Claro! ¡Psss!
PATO. —
¿Y ahora hay crisis, acaso?
TESO. —
No, ahora no.
PATO. —
¿Y vos tenés plata?
PICHÍN. —
¡Qué va a tener éste, si nunca labura!
TESO. —
¡Callate, querés!
ÑATO. —
Y... ahora hay plata, che...
PATO. —
Vos decís eso porque tu viejo tiene una tienda.
RONCO (continuando
con su idea). — Al menos todos dicen que una época de crisis es cuando no
hay plata.
ÑATO.—¡Claro!
¡Plata en circulación! (Se siente un poco
orgulloso de su saber.)
TILO. —
¿Y la plata... a dónde va?
PATO. —
¡Eso! ¿Quién la tiene?
PICHÍN. —
¡Yo no!...
ÑATO. —
¡Yo qué sé dónde está! ¿También querés que sepa eso?
TESO. —
Vamos, Ñato, no te mandes la parte...
ÑATO. —
¡Y bueno, che! Éste se viene con cada cosa rara... Yo lo que te puedo decir es
que la crisis se viene cuando no hay guita.
RONCO. —
Y te rajan del laburo.
TILO. —
¿Por qué?
RONCO. —
Y... porque no hay trabajo...
ÑATO. —
¡Claro! ¡Psss!
TILO. —
¿Y por qué?
RONCO. —
¿Y por qué qué?
TILO. —
¿Y por qué no hay trabajo?
ÑATO. —
Y... porque no se vende tanto como antes...
TILO. —
¿Y por qué?
ÑATO. —
¡Che, estás cargando, al final!
PATO. —
No, y claro, tiene razón, ¿por qué? ¡Lo que pasa es que vos no sabes ni medio!
ÑATO. —
¿Y no te expliqué, acaso?
PATO. —
¡Qué vas a explicar!
MINGO. —
Y, Tilo... No se vende porque la gente no tiene plata.
ÑATO. —
¡Claro! ¡Psss!
TILO. — Y
la gente no tiene plata porque la echan del trabajo.
ÑATO. —
¡Seguro!
TILO. —
Estamos siempre en las mismas. Todo eso yo ya lo sabía...
ÑATO. —
¿Y entonces por qué preguntas?
TILO (en
sus pensamientos). — Y los que tienen plata, los millonarios, cuando hay
crisis, ¿qué hacen?
ÑATO. —
¡Ufa, che, qué te pensaste vos! ¿Que mi viejo es millonario?
PATO. —
Se guardan la guita.
RONCO. —
Siempre la guardan.
PICHÍN. —
¿Y qué querés? ¿Que te la den a vos, Ronco?
TESO. —
¿Pero el montón es siempre el mismo, ¿no?
ÑATO. —
Depende del oro...
TESO. —
¿De qué oro?
ÑATO (cada
vez más importante). — ¡ Del oro del banco!... ¿No ves que allá lo guardan
? (Todos miran al Ñato un poco
asombrados, menos Tilo.)
TESO (agarrándose
la cabeza). — ¡Che, qué lío, Dios mío!
PICHÍN (que se está aburriendo).
— ¡Acábenla,
che!
ÑATO (más
importante aún). — ¿El mango qué es, al fin de cuentas?
RONCO (descubriendo, admirado). — ¡Claro, es
papel!
PICHÍN. —
No te entusiasmes, Ronco, que vos no lo podes hacer.
ÑATO (sin
hacer caso). — ¡Y bueno! ¡Por eso depende del oro! (Gran silencio. Ñato mira a todos con aire
importante. Todos piensan.)
RONCO (después de un ratito). — Claro...
TESO. —
¡Vamos! ¡No me vas a decir que entendiste!
TILO (sus
palabras suenan redondas y terminantes). — ¡Claro que no entendió!
RONCO. —
¡Cómo que no entendí!
PICHÍN. —
¡Che, no empiecen de nuevo!
TILO (con
idea fija). — ¿Saben que la
vieja de Andresito necesita cien mangos? (El
Ñato se aparta subconscientemente.)
PATO. —
¡Cien mangos!
MINGO. —
Antes de las doce.
PATO. —
Y... Andresito ahora nomás debe venir.
TILO. —
¿Qué hora es? (Pichín se corre hacia el
costado derecho y mira a lo lejos la torre de la iglesia.)
PICHÍN. —
Van a ser las once. (Se abre la puerta y
aparece la figura de un hombre
evidentemente preocupado. Su aspecto es cordial. Casi no mira cuando les habla.
Luego se aleja con pasos cortos. Su cuerpo está endurecido por la
preocupación.)
HOMBRE. —
Permiso, muchachos... (Los muchachos se
abren en abanico después de dar paso al Hombre, que se va por la derecha,
acelerando su paso.)
TILO (a Mingo, que está a su lado). — Chau.
MINGO. —
¿Ya te vas?
TILO (yéndose). — Sí...
PATO (que ve, desde la izquierda). — ¿Después
volvés, Tilo?
TILO. —
Sí.
MINGO. — Chau. (Tilo se va por la derecha a paso regular.)
RONCO (continuando
con una idea). — Pero decíme, Ñato. Y ahora que no hay crisis, ¿dónde está
la guita?
PICHÍN. — ¡Acabala, Ronco! (Lo abraza y lo pelea en broma.)
RONCO. —
Salí, che, que me estropeas la pilcha...
TESO (mirando
hacia arriba). — ¿Visto cómo se aclaró, Pato?
PATO. —
De veras...
TESO. —
Entonces juega Mingo.
PATO. —
Y... parece que sí.
TESO (alegre,
a Mingo). — ¿Así que jugás vos, Mingo?
MINGO (distraído, vuelto recién de la derecha). —
¿Por qué?
PATO. —
Si no viene Andresito...
PICHÍN. —
¿Me prestas el libro, Ñato?
MINGO (a
Pato). — Va a venir...
ÑATO (a
Pichín). — Nooo...
PICHÍN. —
¡Anda, amarrete!
TESO (a
Mingo). — ¿Qué sabes vos si va a venir o no? (Los muchachos se van corriendo lentamente, como suelen
hacer ellos, hasta la puerta, y al final del diálogo están ya en el balcón
derecho.)
MINGO (con un poquito de decisión). — Y...
tiene que venir.
PATO. —
¿Y si no viene?
MINGO (con un poquito de miedo).
— ¿Por qué
no va a venir? (Silencio.)
RONCO. —
¿En dónde están haciendo el puente?
PATO. —
Por ahí. Cerca de Campana, qué sé yo.
RONCO. —
¿Y cómo viene siempre?
PATO. —
¡Con el tren!
PICHÍN. —
Andá Ñato, préstamelo.
ÑATO. —
Te dije que no, che...
PATO. —
No viene nada más que los sábados
RONCO. —
Claro...
TESO (haciendo
un descubrimiento). — Che, Pato: ¿Por qué no averiguas si corre algún tren?
ÑATO. —
¿Y quién te dice que por ahí viene en camión?
PICHÍN. —
Y bueno, che. Si no viene juega el Mingo y se acabó... ¿Hacen tanto lío por
eso?
MINGO (pesadamente).
— ¿No oíste lo de la vieja?
PICHÍN. —
¿Qué le pasa?
MINGO. — ¿que
necesita cien pesos?
TESO. —
Como él no tiene que pagar, sabes...
PICHÍN. —
A mí no me vengas con eso, che. (Monta enojo.) Y si hay que poner plata
yo pongo. (Monta más enojo.) ¡Para eso laburo! (Tiene un
acceso.) ¡Acá hay
cinco mangos, vamos! (Estira la mano con
cinco pesos y con la otra reclama que lo imiten.)
ÑATO. —
¡Estás loco, vos! ¿Te crees que vamos a juntar cien mangos?
PATO (ve
la posibilidad). — ¿Y por qué no?
MINGO (ve
también). — ¡Listo! ¡Vamos a juntarlos!
PICHÍN. —
¿Cuánto pones, Ñato?
ÑATO (dudando). — Y, no sé... (Tiene un asomo de esperanza.) ¿Pero están hablando en serio?
PATO. —
¡Y claro que estamos hablando en serio! ¿Qué te pensás?
TESO. —
No seas miseria, che...
ÑATO. — Y
vos, ¿cuánto pones?
TESO. —
Y, che... yo no laburo...
RONCO (que estaba aparte). — Tomá.
PICHÍN. —
¡Veinte mangos!
TESO. —
¡Estás loco, Ronco!
RONCO (sordo).
— Después cuando pueden me lo devuelven. (Tímidamente.)
¿No
quedamos en juntar?
PATO (que
se convierte en cajero). — Bueno, Ñato, ¿cuánto pones?
ÑATO. —
Y... yo...
PICHÍN. —
Mirá, Pato, ahí viene la vieja. (Todos asoman las cabezas para poder ver la calle izquierda.)
PATO. —
Guardá, guardá, que no se avive... (Los muchachos se desparraman por la vereda cerca del balcón derecho. La
Madre, que llega por la calle izquierda, no los puede ver. Cuando llega frente
a la puerta se detiene y titubea. Luego sube el escalón con cansancio y duda un
momento. Los muchachos miran. Al fin la Madre levanta el brazo y con timidez
aprieta el botón del timbre. Los
muchachos, mirando ya abiertamente, reflejan una tenue mezcla de interés y
sorpresa. Cuando la Madre levanta nuevamente el brazo, las campanas que
anuncian las once comienzan a hacerse oír. Su tañer es algo más lento que el
que se oyó al comienzo del acto. Todos quedan quietos. La luz cae suavemente.)
CAMBIO DE MOVIMIENTO
En la oscuridad el decorado gira.
A los pocos segundos el sonido sube en tirabuzón y se oye el mismo redoble
rápido que se oyó cuando comenzó el acto. Bajo este redoble sube nuevamente la
luz, dejando ver el interior de un living que sin duda alguna pertenece a la
casa que fue escenario del primer movimiento. La misma conformación física y
geométrica, pero invertida, lo demuestra claramente. En el interior, muebles y
objetos denotan la solvencia económica de sus habitantes: una mesita baja y
elegante con sillas o sillones a su alrededor. Más allá, un largo sillón: a su
lado el teléfono. Un aparato de radio. Algo así como una biblioteca y un
pequeño bar. Una cortinita elegante separa el living de la puerta de salida,
que está un metro más allá y no se ve.
Un enorme balcón a la izquierda, en diagonal; y otro más pequeño a la
derecha, más en diagonal aún. Ya iluminada la escena, las campanas terminan su
tañer con una campanada aislada, más fuerte que las anteriores. En seguida se
oye el timbre del teléfono.
SEGUNDO MOVIMIENTO
LA CASA
Una luz
pobre ilumina el ambiente. Los balcones, profundamente cerrados. Hay clima de
triste desolación cuando el telón se abre y comienza a sonar el timbre del
teléfono. Aparece Rodolfo, que trae un libro de tapas oscuras en la mano.
RODOLFO (atendiendo el llamado).
— Aló... (Fuerte, frunciendo el ceño.) ¿Con quién?
(Gesto de disgusto; luego, con insolencia.) ¡No, aquí no hay ningún
Fernández! (Cuelga mientras llega Elena.)
ELENA. —
¿Quién era?
RODOLFO (con la misma
insolencia). — Equivocado. (Se sienta en el sillón que hay junto al
teléfono y hace como que lee el libro.)
ELENA (para
sí). — ¡Pero qué raro, Luis! (A Rodolfo.) ¡No vayas a ocupar el
teléfono que ahora nomas debe llamar, eh!
RODOLFO (con modulación especial).
— Sesesé...
ELENA. —
Mirá, no te hagas el gracioso, ¿querés?
RODOLFO.
— Sesesé...
ELENA. — ¡Tilingo! (Se va hacia adentro, enojada.)
RODOLFO (apenas Elena desaparece,
toma el teléfono y marca un número. Habla lleno de dulce donjuanismo). — ¿Cómo
te va? (Eleva los pies sobre el sofá.)
¿Todavía
estás en la cama? ¿Descansaste bien?... Ah, quién pudiera estar allí ahora...(Sonríe.)
Lo de anoche ya pasó...—¿Le mostraste la pulsera a tu hermana? — ¿Qué dijo?
— Vos te merecés mucho más. (Ríe
embobado.)—(Vuelve a reír embobado.)—¿Te veo esta tarde?—¿Esta noche?—Pero esta noche es muy difícil que tenga el
coche. — Y, a la tarde puede ser. Mi cuñado todavía no vino, pero no creo que
tarde mucho. —No, el coche está en el garaje. — Sí, me lo presta. No, él la
otra vez rezongó por el guardabarro. — Pero si salimos a la noche, eh... ayer
me quedé sin plata, ¿sabes?... No... pero oíme, encanto... Con el coche vamos a
pasear por Olivos, en fin... —Bueno, voy a ver si consigo. Pero tengo que
esperar que venga mi cuñado. — Y qué querés, hasta que me reciba... — No, ahora
estoy estudiando de veras. — Y, prefiero estar con vos... (Llega Elena de Improviso.)
ELENA (brusca).
— ¿No te dije que no ocuparas el teléfono?
RODOLFO (cambiando el tono totalmente, sin hacer
caso a Elena). — Sí, es una materia muy complicada. —Mejorte explico después.
(Ella se dio cuenta.) ¡Claro! ¡Exactamente!
ELENA. —
¿Querés cortar, por favor, que puede llamar Luis?
RODOLFO (cubriendo el tubo con la mano). —
Bueno, ya corto, está bien. (Al
teléfono.) Mira, tengo que cortar, están esperando un llamado. Sí, yo te
llamo después. — Bueno, entonces espero que me llames. (Dulce a pesar suyo.)—Hasta lueguito... (Corta; a Elena.) ¿Ahora tampoco se puede hablar por teléfono en
esta casa?
ELENA. —
Eso es lo único que sabes hacer: hablar por teléfono. Mejor sería que te
ocuparas un poco de estudiar.
RODOLFO (muestra
un libro). — ¿No estoy estudiando, acaso?
ELENA. —
Sí, estudiando. Siempre andas con el libro de aquí para allá. Pero haces de todo menos estudiar.
RODOLFO (con
sorna). — ¡ Ah!, vos sabes si estudio o no estudio, ¿no es cierto?
ELENA. —
¡Claro que lo sé!
RODOLFO.
— ¡Sesesé! Vos siempre sabés todo...
ELENA. —
Deberías pensar un poco en que ya tenés veintitrés años.
RODOLFO.
— ¿Para qué? Total... (marcando las sílabas)... ya hay quien me lo hace
recordar.
ELENA (con
desprecio absoluto).—Si no fuera por mí, no sé qué sería de vos.
RODOLFO.
— ¿Por qué no decís de “ustedes”?
ELENA. —
¿A qué viene eso?
RODOLFO.
— Como ahora papá no está y no puede oír...
ELENA. —
¡Y aunque estuviera! ¿Después de todo no tengo derecho a decirlo?
RODOLFO (en el colmo de la ironía). — ¡Sí,
claro!
ELENA. —
¡Mirá, te aseguro que esto se va a acabar, eh! Apenas llegue Luis lo primero
que voy a hacer es hablarle acerca de esta situación.
RODOLFO (se
siente peligrar). — ¿Y qué culpa tengo yo que papá haya tirado la plata?
ELENA. —
¡Vos sos igual! ¡Nunca tenés un centavo!
RODOLFO. — Mirá, no me hagas hablar; si no,
soy capaz de decirle a Luis por qué te casaste con él.
ELENA (no sabe qué hacer ni qué decir: explota).
— ¡Cínico! ¡Yo me casé con él por amor; no por otra cosa! (Suena el timbre de la puerta de calle; ella en una transición casi
cómica.) ¡Andá a ver; debe ser el Panadero!
RODOLFO (calmo). — No voy nada.
ELENA (arrancando hacia la puerta,
llena de rabia). — ¡Como para
vivir sin sirvientas, con estos haraganes en la casa! (Desaparece tras la cortina y en seguida se oyen las
voces.)
MUJER. —
¡Elenita! ¡Pero cómo te va!
ELENA. —
¡Oh! ¡Qué sorpresa, Tere! ¡Pasá! ¡Pero caramba!, ¿sabes que hoy estaba pensando
en vos?... Pasá, pasá... (Entran las dos al interior. La mujer es la misma que en el primer movimiento se vio
entrar y salir de la casa.)
TERE. —
Che, qué montón de atorrantes hay ahí en la puerta. ¿Por qué no los echas?
ELENA. —
¡Ya estoy cansada, che! ¡Son insoportables!
TERE (elegantemente).
— ¿Cómo te va, Rodolfito?
RODOLFO (de mal modo). — ¡Qué tal! (Se va hacia adentro, sin mucho apuro.)
TERE (a
Elena). — ¿Qué le pasa?
ELENA. —
Recién le canté cuatro frescas... ¡Se las tenía merecidas!
TERE (tomándolo por el lado más fácil). — ¡Vos
siempre la misma! (Ríe un poco
estúpidamente.)
ELENA (invitándola a sentarse frente a la mesita
baja). — Perdoname que te reciba así, Tere, pero no te esperaba. Vos sabés
que ahora, con la falta de sirvientas...
TERE (explotando).
— ¡No me hablés! ¡Es un problema terrible!
ELENA. —
¡Ja! ¡Si lo sabré yo!
TERE (con
voz aguda). — ¡En casa se nos va a ir la que tenemos...!
ELENA. —
¡Ah, sí!
TERE. —
Sí, va a trabajar a una fábrica, vos sabés, estas chirusas, con tal de trabajar
poco hacen cualquier cosa...
ELENA. —
¡Claro!
TERE. —
Bueno, pusimos un aviso en el diario, ¿sabes? ¡Llegaron dos!
ELENA. —
¡Qué suerte!
TERE. —
Para qué te voy a contar, ¿no? Cuando vieron que la casa tenía seis
habitaciones, dieron media vuelta y se fueron.
ELENA. —
¡Qué barbaridad!
TERE. —
¡No, si ya no se puede vivir! (Las dos están de completo acuerdo.)
ELENA. —
¡Realmente, che! (Pausa.) ¿Querés tomar una copita de algo? (Elena, que se había sentado, se levanta y
va en dirección al barato.)
TERE. —
¡No, che! ¡Para qué te vas a molestar! (Elena trae igual, durante el diálogo siguiente, botella y
copitas; luego sirve a TERESA.) ¿Y tú marido? ¿Qué tal?
ELENA (recuerda
e instintivamente mira el teléfono). — ¡No sé, todavía no ha llegado! Es de
lo más extraño. Cuando no puede venir, siempre avisa.
TERE (en
voz confidencial). — ¿No se habrá ido por ahí, che? (Ríe estúpidamente.)
ELENA. —
¡Luis! ¡Qué esperanza! ¡Entonces vos no lo conocés!
TERE. —
¿Siempre es tan serio?
ELENA (con
una sonrisa). — Casi aburridor.
TERE. —
Si vos lo decís... tendrás tus razones... (Ríen tontamente las dos.)
ELENA. —
Pero es un buen hombre.
TERE. —
Eso es algo, ¿no es cierto? (La misma risa, menos intensa.)
ELENA. —
Ya lo creo... Hoy en día hasta ellos escasean. (Ríen tontamente las dos.)
TERE. —
¿Siempre está construyendo el puente?
ELENA. —
Sí, no sé cuándo será el día que lo terminen.
TERE. —
¿Por qué?
ELENA. —
Imaginate, toda la semana afuera.
TERE. — ¿Y qué más querés? (La misma risa, otra vez intensa.)
ELENA. —
¡ Ah, pero es un trabajo maravilloso el que están haciendo, eh!
TERE. —
Ah, sí...
ELENA (señala
la pared). — Aquí hay una copia del plano. ¿Querés verlo?
TERE. —
¡Cómo no! Imaginate, me interesa muchísimo... (No le interesa nada. Cuando se levanta mira la
tapa de una revista de modas, que hay al lado del teléfono. Las dos frente al
plano, contra la pared, de espaldas. Tere, antes de llegar.) ¡Pero qué
maravilloso! ¡Es realmente divino! ¡Una obra maestra de la ingeniería!
ELENA. —
Sí, che, ¡es lo que se llama un esfuerzo de titanes!
TERE. —
¡Me imagino! ¿Y cuándo esperan terminarlo?
ELENA (con
dudas). — Luis dice que para dentro de dos meses...
TERE. —
¡Pero entonces falta poco!
ELENA. —
Entre nosotras, a mí me parece demasiado optimismo. Hace siete meses y medio
que empezaron...
TERE (a quien le había
impresionado más la revista de modas). — Realmente...
(Vuelve despacio hacia la revista.) Decíme, Elenita, ¿vos recibís el “Yogue”?
ELENA. —
Sí, todos los meses.
TERE. —
¡Qué bien! (Lo hojea.) Es interesante, ¿no es cierto?
ELENA. —
Trae unos modelitos preciosos. (Vuelven con la revista a la mesita.)
TERE. —
Mira éste, qué fantástico.
ELENA. —
Yo me voy a mandar hacer éste, mira. (Le toma la revista y busca en su interior. Llega el Padre de
Elena, con voz alegre.)
PADRE. —
¡Hola, hola, hola!
TERE (mirando
a PADRE). — ¡Pero qué buen mozo
está tu papá, Elenita!
ELENA. —
¡También, la vida que lleva!
PADRE (no
le gustó eso; disimula).—¡ Qué hora más rara de hacer una visita!
(Su tono, como su voz, es más
joven que su apariencia física.)
TERE. —
Y, me aprovecho de la confianza... Vine para invitar a misa a Elenita. (Padre se fue a sentar en el sillón grande
y lee allí el diario del domingo.)
ELENA. —
Pero no me habías dicho nada...
TERE. —
Estábamos tan entretenidas conversando... Pero si vamos a misa de once tenemos
tiempo. (Mira su reloj.) Todavía no son menos veinte.
ELENA. —
Es que tengo que esperar a Luis, ¿sabes?
TERE. •—
¡Ah, cierto!
PADRE
(interrumpe su lectura). — ¿No llamó?
ELENA. —
No. No llamó.
TERE (por
lo de la misa). — Y bueno. Será otra vez.
ELENA (que encontró en la
revista, pues seguía buscando). — Mira, aquí
está, es
éste.
TERE. —
¡De veras! ¡Qué modelito precioso!
ELENA. —
Yo pensaba ponerle aquí un bordadito...
TERE. —
¡No vendría mal, eh! (Rodolfo entra lentamente en dirección a la biblioteca
y allí cambia un libro por otro.) ¿Sabes que el otro día vi a Tota con un
modelo de lo más loco?
ELENA. —
¡Es una exagerada! (Padre no puede leer
el diario y “mira” el diálogo.)
TERE. —
¡Pero che! ¡Vos sabes que la gente se daba vuelta para mirarla!
ELENA. —
Y, eso es lo que ella quiere. (Rodolfo ya está buscando el libro.)
PADRE (jovial
y sarcástico). — Eso es lo que quieren todas las mujeres.
RODOLFO. — ¡Jaaa! (Sonido gutural parecido a una risa.)
ELENA (a
PADRE). — Vos mejor lee el
diario.
TERE (festejando de veras). — ¡Siempre tan
ocurrente! (Rodolfo se va con el otro
libro.)
ELENA. —
¡Ah, sí, muy ocurrente!
PADRE. —
No es nada más que la verdad. Y por otra parte es bien lógico.
ELENA. —
¿No te parece que ya estás un poco viejo para hablar de esas cosas?
PADRE. —
Y también es bien lógico que las mujeres no quieran aceptarlo.
TERE. —
Che, pero tu papá no está viejo.
PADRE. —
Sí, sí, lo estoy. Cuando era joven no podía decir ni pensar cosas como éstas.
TERE. —
¿Por qué?
PADRE. —
Uno acerca demasiado las cosas a uno mismo. Y entonces no se puede ser
imparcial.
TERE (haciendo un gesto especial
a Elena). — ¡Mirá!
ELENA (a Tere, igual). — ¿Viste?
PADRE (superándolas).
— Sin embargo, es así.
ELENA. —
¿No sabes que es medio filósofo?
TERE (de
lo más divertida). — Siempre lo fue un poco...
PADRE (sin
importarle). — Ver las cosas, nada más.
ELENA. —
Ahí tenes el diario.
TERE. —
Me imagino cómo habrá tenido a las mujeres en su tiempo.
ELENA. —
¡Yo también!
PADRE (campechano).
— Mi hija no puede concebir que yo haya sido un hombre con todas las de la
ley.
ELENA (dura).
— Hacen falta muchas cosas para poder serlo. (Ante la violencia de la situación, el Padre opta por
leer el diario otra vez; Teresa no sabe qué decir. Elena hojeando siempre la
revista; aTeresa.) Mirá,
éste también me gustaba.
TERE (salvada).
— Sí, es lindo.
ELENA. —
Creo que el otro me sentará mejor, ¿no te parece?
TERE (pensando de veras). — Quién sabe, eh... (Aparece Rodolfo con su lentitud
característica.)
RODOLFO.
— En la cocina se quema algo.
ELENA (a
Teresa). — Uh, caramba. ¿Me permitís un segundito?
TERE. —
¿Tampoco tenés cocinera?
ELENA. —
¡Qué esperanza! Esperá, en seguidita vengo...
TERE. —
Andá, nomás. Yo mientras hojeo esto.
ELENA (yéndose; a Rodolfo, que ya
estaba cerca del teléfono.) — ¡No ocupes el teléfono, eh!
RODOLFO (con rabia). — ¡Nooo! (Ante el fracaso retrocede y desaparece otra vez-)
PADRE. —
Elenita está un poco nerviosa porque Luis no ha vuelto todavía...
TERE. —
Claro. ¿Tenía que venir hoy?
PADRE. —
Ayer. (Con naturalidad, casi indiferencia.) No sé qué ha pasado.
TERE. —
Es extraño.
PADRE. —
Sí. (Pequeña pausa.) En fin. Ahora nomás llegará.
TERE. —
Por supuesto.
PADRE (se levanta, con ganas de hablar,
extemporáneamente). — Y la juventud de hoy es todavía peor que la de mis
tiempos.
TERE (confundida).
— Así dicen. Yo no sé.
PADRE. —
Sí. Créamelo. Y esto no va a parar hasta que se arreglen las cosas.
TERE (ingenuamente). — ¿Qué cosas?
PADRE (sorprendido). — ¿Eh?
(Comprende. Para sí.) Ah, claro. Usted
no sabe.
TERE (más confundida). — Y...
PADRE. —
Vea. Antes las clases sociales eran dos. Aquí estaban los de arriba y aquí
estaban los de abajo. Ahora no. Ahora todo está más entreverado. Ahora hay una
escalera. (Ése es su argumento.) Eso es. Una escalera. Cada uno tiene un
escalón. Unos están abajo de todo y otros arriba, pero hay un montón de
escalones llenos de gente. Y todos luchan por Subir y por no bajar, ¿comprende? Entonces no hay tiempo para otra cosa. El de abajo
le hace cosquillas al de arriba, y el de arriba le tira patadas al de abajo.
¿Se da cuenta? De vez en cuando, alguno se escurre y sube; y otro pega un
resbalón y cae. Pero ésas son excepciones.
TERE (sin ninguna seguridad). — Claro...
PADRE (la
mira, fríamente, enigmáticamente). — ¿Y le parece que eso está bien?
TERE.—Y...
PADRE. —
Naturalmente, A usted todavía no le han hecho cosquillas.
TERE (algo
picada). — ¿Y a usted?
PADRE. —
Yo ya no tengo.
TERE (intenta salvar la
situación). — ¡Qué
gracioso!
PADRE (continuando).
—En mis tiempos, sacando algunos anarquistas y otros cuantos socialistas,
todos vivían tranquilos. Los de arriba, contentos. Y los de abajo, bueno, los
de abajo, al menos vivían resignados. Pero hoy en día... (Silbidito de
admiración.)
TERE (aprovecha
la oportunidad de opinar algo). — ¡Sí, si es terrible! Ya no se puede
conseguir sirvienta...
PADRE (frío
y duro como el hielo). — No se puede conseguir sirvienta.
TERE (agudo). — ¡No!
PADRE (igual). — Qué barbaridad.
TERE (igual).
— ¡Una verdadera barbaridad!
PADRE. —
Y usted... ¿Trabajaría de sirvienta?
TERE. — ¿Yo?...
No sé por qué tendría que hacerlo.
PADRE. —
Eso es lo que ellos también se han empezado a decir, ¿ve?
TERE. —
Pero es distinto...
PADRE. —
Vea. Su Madre le habrá contado algo acerca de mí, ¿no es así?
TERE. —
Sí. Algo.
PADRE (con
indiferencia). — ¿Le dijo que fuimos novios?
TERE (asombrada). — ¡No!
PADRE (siempre
igual). — Bueno, no importa. No le diga nada, no tiene importancia. Pero
entonces sabrá que yo tenía mi buena platita, ¿no es cierto?
TERE. —
Sí. Y me dijo también que la perdió tontamente.
PADRE (realmente
herido). — ¡Cómo tontamente!
TERE (con
cierta timidez). — Por lo menos eso era lo que tenía entendido...
PADRE (continuando,
sin oír a Teresa). — ¡Tontamente! Si uno tiene confianza en alguien, y ese
alguien lo embroma, uno es tonto. ¡Linda manera de pensar! ¡Entonces no hay que
tener confianza en nadie!
TERE. —
Confianza sí. Pero hasta cierto punto...
PADRE. —
¡Sí! Es en ese cierto punto donde comienza a tener importancia el dinero. (Sopla)
Si yo invito al señor Pérez a cenar
a mi casa, yo soy un caballero y el señor Pérez está de lo más amable. Pero si
el señor Pérez y yo nos encontramos casualmente en un restaurante antes de
cenar y cumplidamente nos sentamos a la misma mesa, a los dos se nos indigesta
la comida pensando en quién va a pagar la adición. Ése es el cierto punto.
TERE (riendo
estúpidamente). — Usted siempre es el mismo ocurrente.
(Entra Elena.)
PADRE (continuando).
— Las cosas están mal hechas. Es necesario convencerse.
ELENA (sarcástica).
— ¿Estás pronunciando una de tus acostumbradas arengas, papá?
TERE. —
¿Pero sabes que está hecho todo un revolucionario?
PADRE (con verdadera lástima de sí mismo). —
No, pobre de mí.
ELENA. —
Si se ocupara de algo no tendría tiempo para pensar.
PADRE. —
Sí, creo que es eso. Tengo tiempo para pensar.
ELENA (sarcástica).
— Cualquier día de éstos aparece en los diarios.
TERE. —
Bueno, no se pongan serios.
PADRE (reaccionando). — ¡Cualquier día!
ELENA. —
Créelo. Le cuesta ponerse serio.
TERE (admirada).
— ¡Yo le envidio su carácter!
PADRE. —
No tiene más que imitarme.
TERE. —
Es difícil. Usted es tan ingenioso...
PADRE. —
¡Ojo! Que su Madre también estuvo enamorada de mí en un tiempo.
ELENA. —
¿No te dije? Le cuesta, le cuesta.
TERE. —
Tenga cuidado. A ver si lo oye papá.
PADRH. —
No. Él ya no se preocupa por mí. Sabe que no tengo dinero.
ELENA. —
Tu Padre sí que supo hacer bien las cosas.
TERE. —
¡Tenés que ver ahora! Con esta cuestión de las ventas de tierras, está ganando
una ponchada de pesos.
PADRE. —
La diferencia está en que él comenzó a comprar cosas que luego vendía; mientras
que a mí me daba pena desprenderme de ellas porque me encariñaba.
ELENA (hiriente).
— Hasta que te las quitaron.
PADRE.
—Pero no las vendí.
ELENA (sarcástica
a Tere). — ¿Sabes que de vez en cuando se complace en recordar sus fracasos
haciendo una visita a sus antiguas propiedades?
(Rodolfo vuelve a entrar
lentamente, dirigiéndose al teléfono.)
TERE. —
¿Ah, sí?
ELENA.
—Es algo así como el criminal que vuelve al lugar del crimen...
(Elena ve a Rodolfo cuando éste
levanta el tubo; se yergue pero Rodolfo la detiene al hablar.)
RODOLFO.
— ¡Voy a preguntar la hora!
PADRE (a
Tere). — ¿Ha visto? A un hombre con sentimientos lo llaman ahora criminal.
ELENA. —
No me vas a decir que dejarse arrebatar esas propiedades no es un crimen.
(Rodolfo sabe ya la hora; se va lentamente como vino.)
PADRE. —
Me embromaron. Eso es todo.
TERE. —
Hay que ver la fortuna que está haciendo papá con esas tierras. ¿Vos sabes que renunció a los Tribunales?
ELENA. —
¡Ah! ¿Ya no ejerce más?
TERE. —
¿Para qué?
PADRE. —
Claro. ¿Para qué? ¿Qué importa que todas las biblias de todos los planetas
digan bien claro que la tierra es para trabajarla? Mejor es comprar y vender.
ELENA (molesta). — ¡Papá! ¡ Sería mejor que... (Un golpe en la persiana
—la pelota de los muchachos— la
interrumpe.) Ya están
ahí otra vez esos atorrantes... (Va al balcón, abre las persianas; afuera
se puede ver a los muchachos.) ¿No tienen otro lugar adonde ir a
molestar, que siempre eligen esta esquina?
VOZ DE
PATO. — Fue sin querer...
ELENA. —
Bueno, mándense mudar de aquí. A ver si llamo a la comisaría.
(Mientras cierra las persianas.) ¡Atorrantes!
TERE. —
Tenías que ver cómo estaban cuando yo llegué. Todos tirados ahí en la puerta...
¡Y una todavía les pide permiso y la dejan pasar como si tuvieran lástima!
ELENA. —
¡Son terribles! ¡Y no hay quién los haga salir de ahí!
PADRE. —
Y bueno. Algo tienen que hacer.
ELENA. —
Sí. Eso es lo que yo digo. Que deberían tener algo que hacer.
PADRE. —
¿Por qué no les enseñan?
ELENA (sin
hacerle caso; a Teresa). — Todavía a mi marido se le ocurre llevarse
a uno de ellos para trabajar con él en el puente...
TERE. —
¿Ah, sí? ¿Pero éstos trabajan, che?
ELENA. —
Yo ya le advertí. Ahora sabe a qué atenerse.
PADRE. —
¿No era alumno suyo en la facultad?
ELENA (atrapada).
— Sí... pero por algo habrá abandonado.
PADRE. —
Por la misma razón que tiene necesidad de trabajar.
ELENA. —
¡Ya te pedí varias veces que te callaras la boca, papá!
PADRE (con
la misma frialdad utilizada por ella). — Nunca me callaré la boca mientras
digas pavadas.
ELENA. —
¡Papá!
PADRE. —
Perdón.
ELENA.
—Lo que vas a conseguir es amargarme la vida, como hiciste con mamá.
PADRE. —
Tu Madre, que en paz descanse, también sabía bastante poco de todo esto.
ELENA. —
¿Todavía te atreves a hablar así de ella?
PADRE. —
Que la pobre haya muerto, no significa que hay que olvidar todos sus defectos y
recordar todas sus virtudes. Es una costumbre, pero muy mala.
ELENA (a
Tere). — ¿Te das cuenta?
TERE. —
Pero no te pongas así. ¿No ves que siempre habla en broma?
PADRE. —
Ésa también es otra mala costumbre. Cuando la gente no entiende lo toma todo a
broma.
ELENA. —
Ahí tenés. Defendelo.
TERE. —
¿Pero es posible que se ponga del lado de esos vagos, que están todo el día
haraganeando?
PADRE (como diciendo: señorita,
no sea tonta). — ¡Usted ve
que yo estoy de este lado de aquí, y
ellos están de aquel lado de allá!
TERE. —
Sí, bueno, pero los defiende.
PADRE (se
levanta, un poco aburrido ya). — ¿Cómo no voy a defender a un muchacho que
según declaraciones del mismo señor esposo de la señora, es un ayudante
ejemplar?
TERE. —
Ah, sí.
PADRE (continuando).
— El error en que toda “vuestra” clase incurre, queridas señoras, es el de
pensar que “sois” diferentes... (Pequeña pausa.) Un día, Jesucristo
dijo: Todos en este mundo son iguales...
o algo por el estilo. Desde entonces, hasta el más tonto lo sabe; y si a
alguien se le ocurriera repetirlo ahora, lo llamarían Perogrullo. Pero sin embargo, eso es lo que menos se ve. Ejemplo:
“vosotras” “habéis” hablado de esos muchachos como de gente diferente. Pero no “habéis” pensado, “queridas señoras”, en
que ellos están allí... ¡porque nosotros estamos aquí!
ELENA.
—Dejalo. No tiene cura. (Padre hace un
gesto cómico y vuelve a su sillón. Comienzan a sonar campanas, con el mismo
ritmo del principio; Padre toma el teléfono después de consultar su reloj.)Por
favor, no ocupes el teléfono que puede llamar Luis. (Mira también el reloj
mientras Padre se sienta, resignado.) ¡Qué barbaridad! ¡Ya son las once menos cuarto!
TERE (después de un corto
silencio cubierto por las campanas). — ¿Por qué
no tratás de comunicarte?
ELENA. —
Es imposible. Lo he intentado varias veces pero no lo he conseguido. (Las campanas terminan
su redoble con dos campanadas aisladas. Elena, después de la pausa, al Padre.) ¿No
vas a ir a misa, hoy?
PADRE (aún enfurruñado). — Sí.
ELENA. —
¿Qué esperas?
PADRE. —
Todavía hay tiempo. Voy a misa, no a lucir algún modelito.(Lee.)
TERE (queriendo
ser oportuna). — ¡Che, pero cómo está tu papá hoy!
ELENA. —
¿Hoy? ¡Hoy está tranquilo!
TERE (guiñándole
un ojo). — Lo que me extraña es que todavía vaya a misa...
PADRE (que
no leía). — Voy a misa, sí. Todavía me queda eso.
ELENA. —
Ah, sí. Porque él habla mucho, ¿sabes? Pero perdé cuidado que nunca va a salir
a la calle a tirar una bomba.
PADRE (con
sus cosas). — Voy a misa, sí. Después de todo, es la mejor manera que tengo
de emplear el tiempo.
ELENA (aguda).
— ¡Sí, hacés bien, hacés bien!
TERE. —
Tené cuidado, que no vaya a encontrar otra manera. (Ríe estúpidamente.)
ELENA. —
¡Pobre de mí!
PADRE. —
No... ya no... (Lo dice muy lentamente;
se levanta disgustado consigo
mismo, deja el diario y se va hacia adentro.)
TERE (después de espiar la
retirada del Padre). — Elenita, ¿podría pasar un minuto al tualet?
ELENA. —
¡Pero cómo no! ¿Por qué no me dijiste antes?
TERE. —
Porque no... Estaba tu papá, ¿sabes?
ELENA. —
Pero vení, pasa. Por aquí, vení. (Se van por otra puerta).
Inmediatamente entra el Padre,
colocándose el sombrero. Cuando atraviesa el living, ve la botella y las
copitas sobre la mesa baja y se detiene. Despreocupadamente se sirve y toma de
una de las copitas. Entonces vuelve Elena sola; levantándole la bandeja, la
botella y la otra copita.) ¿Dónde estuviste anoche?
PADRE (con leve sorpresa). — ¿Por
qué?
ELENA. —
¿Acaso no viniste tardísimo?
PADRE (pausita).
— Estuve con unos amigos.
ELENA (fría y tranquilamente). — Jugando.
PADRE (se rebela como un niño que
quiere ocultar lo evidente). — ¡Quién dice
que tuve que estar jugando, vamos a ver!
ELENA (siempre
fría y calma). — ¿Qué estuviste haciendo?
PADRE (le devuelve la mirada.
Tiene las manos en los bolsillos, un montón de rabia en el rostro). — Jugando. (Su voz es más fuerte que la de Elena.) Y gané. (Saca una de sus manos del bolsillo y
enseña un montoncito de billetes.) Uno por uno. Con laboriosidad de
hormiga.
ELENA (destemplada).
— Mira, papá. Esto se tiene que terminar.
PADRE (arrancando
para irse). — Bueno, está bien.
ELENA (interrumpiendo
su marcha). — No, está bien no. Esto tenemos que resolverlo antes de que
llegue Luis.
PADRE (la mira, como estudiando
su rostro). — Sí,
claro.
ELENA. —
No es posible que además de haber derrochado todo lo que tenías, pierdas ahora
jugando los pesos que... (Titubea.)
PADRE (tranquilamente).
— Qué me das.
ELENA. —
Sí, y si te los doy es porque al fin de cuentas se los doy a mi Padre.
PADRE (siempre
calmosamente). — Es lo único que te une a mí. El saber que soy tu Padre.
ELENA (molesta).
— ¿Por qué decís eso?
PADRE (con
algo de ironía). — La institución del hogar me mantiene a tu lado, nada
más.
ELENA (comienza
a ponerse histérica). — Después de todo lo que Luis y yo hemos hecho por
vos, ¿nos pagas con esto?
PADRE. —
De algún modo tengo que pagar...
ELENA (comienza
a lloriquear). — ¡Sos un cínico! ¡Eso es lo que sos! (PADRE la
contempla y resuelve iniciar la retirada.) (Elena, cortando la retirada del
Padre.) ¡Papá!
PADRE (cansado). — ¿Qué?
ELENA. — ¿Ahora estás apurado?
PADRE. —
Sí, ahora.
ELENA (ve su “hogar” dañado;
trata de atraerlo. Lloriquea suavemente). Si te ocuparas en hacer algo, en trabajar... No digo que ganes plata,
total yo y Luis tenemos bastante, pero que ocupes tu tiempo...
PADRE (deteniéndose
realmente). — Yo-y-Luis.
ELENA (sorprendida).
— Bien sabes que su dinero es mío.
PADRE. —
En este caso... sí.
ELENA (con
rabia). — ¿Por qué tenés que criticar siempre y siempre, y jamás encontrar
algo bien hecho?
PADRE (soportando,
desde la puerta). — Porque nunca hay
nada bien hecho.
ELENA. —
¿Acaso no te hemos tenido con nosotros, como debía ser?
PADRE. —
No te culpo por eso. En todo caso el culpable he sido yo.
ELENA. —
¿Y de qué te quejas, entonces?
PADRE(la mira fijamente).—¿Yo me he quejado? (Una pequeña pausa, en la que Elena no sabe
qué hacer. Al fin se pone a llorar suavemente.)
ELENA. —
¿Por qué me mortificas así? (Padre suspira hondo, vuelve y se
sienta, dejando el sombrero a su lado. Está dispuesto a esperar aún más.)
PADRE. —
Si no me tuviera una gran lástima a mí mismo, me apenaría verte llorar.
ELENA (sigue
llorando histéricamente). — ¡Siempre me haces sufrir!
PADRE (calmo,
casi con indiferencia). — Cuando dejé de pertenecer a tu clase, o por lo menos cuando yo lo
creí así, bien sabía que me alejaba de todos ustedes. Era irremediable. Pero
solamente el espíritu podía salir por ahí, a ver qué pasaba en el mundo. Mi
cuerpo... quedó aquí; para que lo alimentaran y lo albergaran.
(Pausa; habla bajito.) Creía que me burlaba de todo. (Se levanta otra vez, reponiéndose, casi
dicharacheador.) Pero ahí está el resultado: fracaso completo. (Como
sermoneando.) ¡Carne y espíritu, demasiado unidos!
ELENA (mordida).
— ¡Querés callarte, por favor!
PADRE (la
mira indiferente). — Todo eso ya no me conmueve. No es por mí. Es... por
este cuerpo, que siempre tendrás necesidad de albergar y alimentar. (Pausa; sonríe triste e irónicamente
mirando
alrededor.)
¡Qué
sería si no... de esto!
ELENA. —
¿Qué tenés que decir de “esto”?
PADRE (indiferente).
— Nada... Que todo se puede quitar... y todo se puede volver a poner.
ELENA. —
¿Por qué no “edificaste” vos algo mejor?
PADRE (muy
serio, luego de una pausa). — Intenté hacerlo. Ya lo creo que intenté. Dios
lo sabe. Fue uno de los deberes con que llegué a este mundo y que no supe
cumplir. (Transición rápida, violenta.) ¿Y sabes quién tiene la culpa de todo? (Saca de nuevo los billetes del bolsillo.) Este. (Otra vez
campechanamente, después de una corta
pausa.) Nunca me pude entender con él. ¿Cómo pretendes ahora que le
tenga respeto?
ELENA. —
Pero ahora no es tuyo.
PADRE. —
¿Y de quién es? ¿Tuyo? No. ¿De tu marido? No. El dinero corre. Viene y se va.
No es de nadie. El dinero es dinero y nada más.
Que algunos ahora tengan más no significa que pertenece a ellos. Lo tiene ahora,
que es muy distinto.
ELENA (que
no entiende). — Pero ahora vos
no lo tenés.
PADRE. —
¿No lo ves? (Se le acerca más.) Casi doscientos...
ELENA. —
Eso te lo dimos nosotros...
PADRE (rápido). — Los gané.
ELENA. —
Con nuestro dinero.
PADRE. —
Que también gané.
ELENA (con
alto desprecio). — ¿A eso le
llamas ganar?
PADRE (casi
cínicamente). — Me hice acreedor a cierta cantidad de pesos, ¿no es así? La
forma... Bueno. A tus amigas se les puede decir que es porque soy tu Padre: a
mí se me puede decir que es por... compasión. Pero yo bien sé que me los gano
muy bien a costa de todo esto. (Señala a
su alrededor.)
ELENA (furiosa).
— Con esa habilidad, no sé cómo has hecho para no duplicar tu fortuna.
PADRE. —
Tu abuelo siempre me decía: “A pesar de tu talento, jamás harás carrera”. Él lo
sabía. Me dejó abandonar los estudios, me compró un auto... Se parecía a mí en
que no tenía carácter. Pero a pesar de todo, vigilaba su caja como la vigilan
todos los usureros. (Con placer.) ¡ Ah, cómo lo atormentó en el
dieciocho la idea de una revolución mundial!
Ya se veía despojado de todos sus bienes y pidiendo limosna en la vía
pública. La solución: ¡alarmas en puertas y ventanas! (Ríe suavemente. Habla
como para sí.) Si viviera ahora estaría en el escalón más alto de la
escalera... ¡Cómo temblaría y se estremecería con las cosquillas de los de abajo!
(Ríe suavemente.)
ELENA. —
¡Podrías terminar de una vez con esa dichosa escalera!
PADRE (irónico).
— ¿Conque mi hija tiene también miedo de que se caiga? ¡Ja, ja!
¡Descendencia directa!
TERE (entrando coquetamente,
mientras se alisa la falda). — ¿Pero cómo? ¿Usted todavía aquí?
PADRE (ya lo molesta). — Usted también.
TERE. —
Sí... (Quiere explicar y se confunde.) ...Estaba peinándome.
PADRE (sin tono, pero con
fuerza). — Peinándose.
TERE (sin afirmar). — Sííí... (Pausa.)
ELENA (se levanta confundida y camina
hacia ella.). — ¿No se
te hace tarde?
TERE. —
¡Sí! Ya debe estar por empezar la misa. Buenos, querida, hasta prontito. Espero
que me vengas a visitar con tu marido...
ELENA. —
Cómo no. Apenas llegue le voy a decir. Hasta prontito.
TERE (vuelve, se produce un
silencio y quiere reanudar la lucha). —Dentro de poco ya no va a poder venir nadie a esta
casa. (Padre no contesta. Pausa. Ella busca.) ¿No ibas a ir a misa?
PADRE (cansado, decide
contestar). — Cambié de
parecer. (Pausa. Elena busca nuevamente.)
ELENA. —
Espero que cuando llegue Luis no le cuentes nada de lo que estuvimos
conversando.
PADRE. —
Claro que no.
ELENA. —
No tiene por qué saberlo.
PADRE. —
Así yo resulto beneficiado, ¿no es cierto?
ELENA. —
Si te parece que no es así, por lo menos el beneficiado será él, que no se
entera de estas cosas.
PADRE. —
Él no se lo merece.
ELENA. —
¡Claro que no se lo merece! (Se oye nuevamente el ruido de las persianas.) ¡Otra vez esos
atorrantes! (Va decidida hacia el balcón, pero se detiene a los pocos pasos.) ¡No
sé para qué! ¡Si igual van a seguir atorranteando ahí, como siempre! (Nueva pausa. Elena sigue buscando.) ¿Por qué no vas a
misa?
PADRE. —
No tengo gana.
ELENA. —
¿Así que hay que tener ganas para ir a misa?
PADRE. —
Yo no lo engaño a Dios. Yo le doy todo lo que puedo y él me da todo lo que
puede.
ELENA. —
Las ganas te las quité yo, ¿no es así?
PADRE (con indiferencia). — Indirectamente, sí.
ELENA (con
ironía). — ¿Qué tengo que hacer para que vuelvas a recuperarla?
PADRE.(suavemente). — Callarte. (Elena se irrita y la voz de Rodolfo, que aparece lentamente, como
siempre, le ahorra un grito de rabia.)
RODOLFO.
— ¡ Otra vez se está quemando algo ahí, eh! (Elena decide irse, furiosa. Él, acercándose lentamente al Padre
y señalando el fotograbado del diario.) ¿Puedo llevarme esto?
PADRE (sin separar la vista del otro resto del
diario que está “leyendo “). Sí... (Rodolfo
se va con el mismo paso que vino. Apenas el Padre queda solo, se levanta,
camina enojado y va al barcito en busca de un nuevo trago. Pocos segundos han
pasado. De pronto el timbre del teléfono suena irritante. Padre se acerca y
levanta el tubo, de pie frente al sillón.) Hola... (Un poco serio.) Sí, él habla.
(Preocupado repentinamente.)
¿Cómo? (Con aguda alarma.) En el
puente, sí. (Largos silencios rotos por
pequeños “sí” pronunciados a intervalos regulares: indudablemente una gravísima
noticia es comunicada al Padre.) Sí. (Queda
duro, lleno de asombro.) Síí. (Se le
aflojan los músculos. Una impresión como de repugnancia aparece en el rostro.)
Sííí. (Se sienta abatido sobre el
sillón.) Síí. (De pronto se anima.
Sus ojos brillan. Se para.) ¿Dónde está? (Decisión rápida, urgente.) Voy para allá. (Cuelga el tubo temblándole la mano, toma el sombrero y casi corriendo
se dirige a la puerta de salida. Rodolfo aparece en la puerta interior; lleva
puesta una camiseta sin mangas porque se ha quitado la camisa.)
RODOLFO (estúpidamente).
— ¿No era para mí?
PADRE
(sin darse vuelta). — No. (Se va.)
ELENA (Rodolfo ya está en el living. Elena entra
hablando). — ¿Quién llamó?
RODOLFO.
— No sé. Para mí no era. (Toma el diario
que dejó el Padre y lo hojea,
descuidadamente.)
ELENA (duda y va al teléfono.
Marca dos números). — Quiero comunicarme nuevamente
con Campana: dos, tres, siete... dos, tres siete. (Cuelga. A Rodolfo, que está en camiseta.) Podrías muy bien ponerte algo, ¿no es cierto?
RODOLFO (en cierto modo buscando la paz;
interesadamente). — ¿Esto también te incomoda?
ELENA (terminante).
— Si querés estar así anda a tu habitación.
RODOLFO.
— Pero si aquí no hay nadie ahora...
ELENA (explotando).
— ¿Es que todos ustedes se complotan para amargarle la vida a una?
RODOLFO (conciliador.
Por algo será). — Bueno... Me voy a poner la camisa... (Llega hasta la puerta
interior. Allí se da vuelta. Va a pedir algo. Elena no mira, ocupada en volver
a colocar la bebida en su lugar.) Vendrá
Luis, ¿no?
ELENA (intranquila).
— Me imagino que sí.
RODOLFO.
— Si por cualquier cosa no llega a venir...
ELENA (interrumpiéndolo).
— ¿Por qué no va a venir?
RODOLFO.
— No, digo yo. Que no haya podido alcanzar el tren, o algo así.
ELENA. —
Y bueno. ¿Qué tiene?
RODOLFO (bastante
suave). — ¿Me das permiso para usar el auto esta noche?
ELENA. —
¿Para que rompas otra vez el guardabarros?
RODOLFO.
— No, el otro día fue de casualidad...
ELENA (cortando).
— Bueno, de cualquier manera no te lo voy a dar. Para que andes por ahí con
esas mujerzuelas...
RODOLFO (montando rabia y
mandándose mudar violento). — ¡Ojalá que no venga! (Elena queda fría ante la explosión de su hermano. Está más cerca del teléfono que de la cortina
que da a la puerta de calle. Elena se dirige hacia allí con dos o tres pasos
cortos, cuando suena esta vez el timbre del teléfono. Lo toma.)
ELENA. — ¡Hola! (Con ansiedad.) ¿.Campana, dos, tres, siete? ¡Hola! (Se
oye un nuevo timbrazo, corto y débil.) ¡Holáaaa! (Las campanas con ritmo más lento —el mismo ritmo empleado al fin del
primer movimiento— comienzan a sonar. Primero suavemente y después más fuerte.) ¡Holáa!... ¿Campana, dos, tres,
siete? (Y así cae el telón del
primer acto, hasta que las campanas terminan su redoble con tres campanadas
aisladas.)
SEGUNDO ACTO
PRIMER MOVIMIENTO
LA CALLE
Cuando se
abre el telón, se oyen nuevamente las campanas que se oyeron al terminar los
dos primeros movimientos. La escena en la calle continúa. La Madre está con el
brazo levantado y al instante vuelve a tocar el timbre. Los muchachos están
todos espiando con la misma expresión suspendida en el primer acto. Al fin
termina el redoble de campanas con tres campanadas aisladas. Se abre la puerta
y se oye la voz de Elena.
ELENA. —
¡ Ah, es usted! ¿Quiere pasar? (La Madre entra y la puerta se cierra detrás de ella.)
PATO. —
¿Visto cómo al fin se decidió?
MINGO. —
¿Habrá venido el ingeniero?
PATO. —
¡Andá a saber!
PICHÍN. —
¡Con tal de que no le haya pasado nada a Andresito!...
ÑATO. —
¡Che, otra vez con eso!
PICHÍN. —
Bueno, che, está bien. Uno no puede pensar nada, ahora...
TESO. —
¡Vos no te hagas el vivo, Ñato! Vamos, pone.
ÑATO. — ¿Qué
querés que ponga?, si no tengo...
PICHÍN. —
¡Andá! ¡El Ronco te demostró lo que es un amigo!
ÑATO. —
¡Y qué querés! Anoche me gasté todo lo que me dio el viejo...
PATO (en
policía). — Y hoy... ¿cómo ibas a tirar?
ÑATO. —
Y... Le iba a pedir al viejo esta tarde.
PICHÍN. —
Dale, Pato, revísalo.
RONCO (con
enojo). — Después de todo, si no quiere poner que no ponga.
TESO (introduciéndole
la mano en el bolsillo). — Traé acá, traé.
NATO. —
Salí de ahí, che. (Heridísimo.) ¡A mí no me metan la mano en el
bolsillo, eh!
RONCO. —
Dejalo, Tesorieri. Que se lo guarde.
TESO (continuando). — ¡Guardátelo, amarrete!
ÑATO. —
¡Qué amarrete ni qué amarrete! ¿Por qué no pones vos?
TESO. —
¿Y qué querés que ponga? ¿Estas chirolas? (Saca del bolsillo unas
monedas y las muestra.)
PICHÍN. —
No, che, ¿qué hacemos con cincuenta guitas...?
PATO (agarrándolo al vuelo). — Dame. (Toma las monedas y cuenta todo el dinero. El Ñato va a un
costado, herido.) Veinticinco
con cincuenta. ¿Vos, Mingo?
MINGO. —
Esperá que voy a buscar a casa... (Se aleja por derecha.)
ÑATO. — Esperá, Mingo. (Lo alcanza; su rostro está dolorido. Se van los dos.)
PICHÍN. —
Es roñoso ese Ñato, ¿eh?
TESO. —
Ahora que no está no hables mal de él, che.
PICHÍN. —
Y bueno... ¿No es un roñoso, acaso? (Pato saca dinero de su bolsillo.)
TESO (curioso).
— ¿Cuánto pones, Pato?
PATO (sin dar importancia). — Diez.
TESO. —
¿Cuánto hay ahora?
PATO. —
Treinta y cinco con cincuenta.
TESO (pensando).
— Va a ser difícil, ¿eh?
RONCO. —
Ahora nomás viene el Tilo. Él también va a poner.
PATO (pensativo).
— Sí, bueno, pero por más que ponga...
TESO (decidido).
— Espera. Voy a ver si consigo algo.
PATO (como
impidiéndole). — ¿A dónde vas a buscar?
TESO. —
Vos esperá. Después vengo. (Se va.)
PICHÍN. —
¿Viste Tesorieri? Éste no es como el Ñato. (Se sientan en la puerta. Pato en medio de Ronco y Pichín.
Ronco saca un cigarrillo.) Dame un
taso, Ronco. (Ronco le da un cigarrillo.)
PATO (el
cigarrillo pasa delante suyo). — ¡Che, para qué fuman! ¿No saben que hoy
tienen partido? Yo no sé...
PICHÍN. —
¡Qué chillas, che! Si yo no fumo más...
PATO. —
¡Ah, no! ¿Y eso qué es?
PICHÍN. —
¡Ufa! ¿A un cigarrillo le llamas fumar?
RONCO. —
Si uno fuma poco no hace mal, Pato...
PATO. — Ustedes
fumen nomás... (Pausa. Encienden
olímpicamente los cigarrillos.
Pichín se recuesta contra la puerta como un verdadero burgués. Es
magníficamente feliz.)
PICHÍN (después de la primera
pitada, sin abandonar la pose). — Che, ¿qué matachinche fumas? (Mira la marca del cigarrillo.)
RONCO. —
¡Vamos, que son de cuarenta! (Pichín hace un gesto como diciendo
“qué porquería”, pero sigue fumando olímpicamente. Echa el
humo con verdadera fruición.)
PATO. —
Dale un Chésterfiel... ¿No ves que es fino? (Nueva pausa.)
PICHÍN (como
despertando de su letargo). — ¿Viste la boquilla que se compró Cañita?
PATO. —
Ése es otro. Se compra una boquilla de tres mangos y después
fuma
marca pechazo.
RONCO. —
¿Qué le pasa hoy que no viene?
PICHI’N.
— Está laburando horas extra.
RONCO. —
¡Cómo le sacan el jugo!
PATO. —
Quiere llegar a ser millonario...
PICHÍN (siempre deleitándose con
el cigarrillo). — Está
loco...
PATO. —
Decíle que no y vas a ver lo que te dice.
PICHÍN. —
Tiene cada berretín ése.
PATO. —
¿Sabes que no gasta ni un guita? (A Ronco.) Dice que va ajuntar unos
mangos y después va a comprar y vender.
RONCO. —
¿A comprar y a vender qué?
PATO. —
¡Qué sé yo! Pregúntale a él.
PICHÍN (fumando opíparamente). — ¡Alcauciles!
RONCO. —
Vos reíte, pero el otro día, leí en el diario que había muerto un
norteamericano que no sé cómo se llamaba, que había empezado vendiendo diarios
y ahora tenía más guita que qué sé yo...
PICHÍN. —
¡Y qué! ¿Vendiendo diarios hizo la guita?
RONCO. —
¡Y no! ¡El tipo juntó unos mangos y después empezó a comprar y a vender!
PATO. —
¿A comprar y a vender qué?
RONCO. —
No sé, no me acuerdo, pero lo que sí sé es que el tipo tenía billetes del año
que le pidas.
PICHÍN. —
Pero decíme una cosa, Ronco... (Se echa hacia adelante.) Si vos compras
una cosa y después la vendes, vas a ganar algo, pero no te vas a hacer millonario.
Si no ahí lo tenés al viejo del Ñato. ¿Es millonario acaso?
RONCO. —
Porque ganará poco...
PATO. —
El Ñato me dijo que el treinta por ciento.
RONCO. —
Eh, y bueno. Así no se va a hacer millonario.
PICHÍN. —
¿Y qué querés? ¿Que gane más?
RONCO. —
Y claro.
PICHÍN. —
¡Eh! ¡Entonces eso es meter la mula! (Se echa hacia atrás otra vez.) Eso
no es comprar y vender... (Fuma otra vez.) ¡Qué vivo! ¡Así cualquiera se
hace rico!
RONCO. —
¿Y por qué no te haces rico vos?
PICHÍN. —
Yo estoy bien así, che. Yo no tengo pajaritos...
RONCO. —
¿Te lo imaginas a Pichín con plata, Pato?
PICHÍN (le gustó). — ¡Salí, che!...
PATO. — ¡
A éste sí que quién lo iba a aguantar!
RONCO. —
¿Qué harías si tuvieras plata, Pichín?
PATO. —
Dale Pichín... ¿Nunca lo pensaste?
PICHÍN (los mira y se decide tímidamente). —
Claro que lo pensé.
PATO (a Ronco). — ¿Viste?
PICHÍN. —
¿Y quién no lo piensa, che?
RONCO. —
Dale, Pichín, ¿qué harías?
PICHÍN (se
decide). — Mira, ¿querés que te diga la verdad? ¿Sabés lo que haría?
Agarraba una parte, sacaba la cuenta, ¿sabes?, y la ponía en el banco. Para que
me durara más o menos hasta los ochenta años.
PATO (con un poco de sorna). — ¿Pensás vivir tanto?
PICHÍN. —
Y bueno... por las dudas.
RONCO. —
Dale, seguí...
PICHÍN. —
Bueno, agarraba una parte y la ponía en el banco. Después me compraba una
casita... Para los viejos ¿sabes? Después aprendía a manejar, me compraba uno
de esos bajitos, colorados, sin capota, ¡y una noche nos íbamos todos de farra!
RONCO (entusiasmado).
— ¿Y qué más?
PICHÍN. —
Después fundaba un club fenómeno.
PATO. —
¡Qué vas a fundar! Si vos tenés plata te la patinas toda...
PICHÍN. —
¿Quién te dijo que me la iba a patinar? Eso sí, un gusto me lo iba a dar.
RONCO. —
¿Qué gusto?
PICHÍN. —
Mira, me paraba en una esquina y empezaba a tirar billetes al aire. ¿Vos sabés
los puntos cómo se iban a matar?
RONCO. —
Si haces eso te llevan en cana.
PICHÍN. —
Si tenés guita no te llevan ni medio.
PATO. —
Ahí tenés razón. (La puerta de la casa en
donde están sentados se abre. Aparece Rodolfo, con un gesto de superioridad y
de desprecio. Sin hablar, los tres muchachos se levantan lentamente, mirando
hacia atrás; se alejan un poco mientras el otro cierra la puerta y sale en
dirección a la izquierda. Las miradas son elocuentísimas.) ¡Éste no compra ni vende, ¿ves? y sin
embargo tiene guita!
PICHÍN. —
¿Alguna vez lo viste manejar?
PATO. —
Sí.
PICHÍN. —
¿Viste? Parece que se quiere llevar el mundo por delante.
PATO. —
Le tengo una bronca...
RONCO. —
¿Qué te hizo?
PATO. —
Nada...
RONCO. —
¿Y entonces? ¿Por qué le tenés bronca?
PATO. —
¿No le viste la cara que tiene?
RONCO. —
¿Y por eso le tenés que tener bronca?
PICHÍN. —
¿No viste que es un pituco?
RONCO. —
Y bueno... Pero puede ser un buen tipo.
pAT0. —
¡Qué va a ser, qué va a ser! (Pequeña
pausa. Ya están en el balcón
izquierdo.)
PICHÍN. —
¿Te imaginás lo que sería Cañita si pudiera pasarse la vida que se pasa éste?
PATO. — ¡Quién
lo para!
RONCO. —
Al final la única diferencia es que el tipo tiene plata, nada más.
PATO. —
¿Y te parece poco?
PICHÍN. —
No, che, pero Cañita no iba a ser como éste... ¡estás loco vos!
PATO. — ¡Ah, claro, Cañita es diferente! (Llega
Tilo, serio, rápido.)
TILO. —
¿Andresito no vino?
PATO. —
Parece que no.
PICHÍN. —
La vieja está aquí.
TILO. —
¿En dónde?
PICHÍN (señalando).
— En lo del ingeniero.
TILO. —
¿Vino?
PATO. —
¿Quién?
TILO. —
El ingeniero.
PATO. —
No, si no estaba de antes no vino.
TILO (recostándose).
— ¿No saben qué fue a hacer?
RONCO. —
Y... habrá ido a preguntar.
TILO. — Claro. (Se encuentra molesto. Quiere decir algo y no se atreve.)
PICHÍN. —
¿Adonde fuiste, Tilo?
TILO. — A
casa...
PICHÍN (curioso).
— ¿Qué fuiste a hacer?
TILO (se
decide al fin). — Bueno, mira. (A todos.) Ustedes saben que la Madre
de Andresito necesita cien pesos, ¿no?
PICHÍN. —
¡Claro! Decíle, Pato.
TILO. —
¿Querés dejarme hablar?
PICHÍN. —
Bueno, che, hablá. Yo te iba a contar, nada más.
TILO (sin
hacer caso). — Bueno, yo pensaba conseguirlos. A mi viejo no le puedo
pedir, pero en casa estaba mi tío. Y él quién sabe me daba si le explicaba.
Pero cuando llegué, mi tío ya se había ido.
PATO.— ¿Y...?
TILO (se
decide). — Bueno, ustedes dirán lo que quieran, pero yo pensé que quién
sabe podíamos juntarlos entre nosotros.
PATO (saca dinero del bolsillo;
sonríe abiertamente). — Toma, pajarón. (Tilo se sorprende pero no quiere comprender.)
TILO (sólo mirando). — ¿Qué es?
PICHÍN. —
¿No te avivas que ya estamos juntando? (Tilo mira el dinero y luego
el rostro de los muchachos. No sabe qué decir. Esto le gusta enormemente.)
PATO. —
Tomá.
TILO (su enorme alegría es sorda.
La voz casi le tiembla). — No, tenélo vos. (Pausa.) ¿Cuánto
hay?
PATO. —
Treinta y cinco cincuenta.
RONCO. —
Los muchachos fueron a buscar.
TILO (le da un rollito). — Toma lo mío.
PATO. —
¿Cuánto es?
TILO. —
Doce.
RONCO. —
A que te quedaste sin nada.
TILO. —
No importa.
PICHÍN. —
¿Y con qué vas a pagar la cancha de esta tarde?
TILO. —
Después vamos a ver.
PICHÍN (riendo).
— ¿Te acordás cuando compramos las camisetas, qué lío para juntar la plata?
TILO. —
¿No pasó Angélica?
PATO. —
Todavía no.
RONCO. —
Vení, che. Vamos a sentarnos. (Comienza a acercarse a la puerta.)
PICHÍN. —
¡Ahí no, che! (Eleva su protesta.) ¡No ves que siempre están entrando y
saliendo, y no lo dejan estar un rato tranquilo a uno!
PATO. — ¡Cómo tarda la vieja, eh! (Se
sientan, a pesar de Pichín.)
RONCO. —
De veras.
PICHÍN. —
¡Pobre señora! ¡Está más asustada!
PATO. —
¡Y vos antes la asustaste más todavía!
PICHÍN. —
¡Qué voy a asustar, che!
TILO (con
rabia). — ¡Total, un susto más!
RONCO. —
¿Por qué decís eso?
TILO. —
¿Tu vieja nunca se asustó?
RONCO. —
¡Qué sé yo! ¡Me parece que sí!
TILO. —
Preguntale. Te va a contar lo que la mía me contó el otro día, del tiempo en
que mi viejo se quedó sin trabajo. Todas tienen que pasar por lo mismo.
RONCO. —
Y bueno che. Uno nace pobre y qué le va a hacer.
TILO. —
¿Cuándo vos naciste te avisaron que ibas a ser pobre?
PICHÍN. —
¡Qué le van a avisar, si le vieron la cara y se asustaron! ¡Sos feo, Ronco, eh!
PATO. —
¿No podes hablar un poco en serio?
PICHÍN. —
¡Ufa, che! ¡Siempre rezongando, vos!
PATO. — Y
bueno, si se habla en serio se habla en serio.
PICHÍN. — ¡Callate, si vos no te reís ni a garrotazos!
(A los otros.) ¿Te acordás, Tilo, cuando fuimos a ver esa de dibujos
animados? (A Ronco.) Estaba el perro ése, ¿sabes? que no me acuerdo cómo
se llama, que ponía la cola así, sobre un disco, como si fuera una púa. (Imita la acción del perro.) La
vitrola estaba dentro de la cucha, ¿sabes? y el perro movía la boca (hace
gestos) y hacía como que cantaba en inglés. Y los otros creían que era él
el que cantaba. ¡Era un plato! Bueno, ¿vos crees que éste se rió algo? ¡Qué se
va a reír!
PATO. —
¡Si tenía un gordo al lado que me tenía seco!
RONCO. —
¿En dónde era? ¿En el chinche?
PATO. —
Sí.
RONCO. —
¡También!
PICHÍN. —
Ahí viene, ahí viene... (Aparece Rodolfo
por la calle. Los muchachos
se levantan muy lentamente. Tilo queda último. Rodolfo sube al umbral y mira fijamente
a Tilo, quien lo desafía con la mirada.)
RODOLFO.
— Por favor, quieren correrse un poco más allá y no sentarse en la puerta... (Tilo permanece de frente, mirándolo fijo y
con profundidad, sin decir nada. Rodolfo opta por entrar en la casa.)
PATO. — A
este coso un día le voy a dar una torta que vas a ver...
PICHÍN. —
¡Y no te dije que ahí no te dejan tranquilo!
PATO. — Vení, vamos enfrente. (Inicia
la marcha.)
PICHÍN. —
¿Y a lo del gallego vas a ir?
PATO (vuelve).
— ¡Al final no se puede estar en ninguna parte, acá!
RONCO. —
Vení, vamos a la otra. (Desaparecen en
dirección a la otra esquina. Tilo
queda rezagado porque ha visto que llega Angélica. Los muchachos doblan la cabeza hacia atrás
antes de desaparecer y ven el encuentro. Por la izquierda aparece el Panadero,
con una canasta bajo el brazo. Frente al balcón derecho, Tilo llama por primera
vez a Angélica, y el Panadero está ya frente a la puerta de la casa, llamando.)
TILO. — Angélica... (Angélica hace como que no lo ve y sigue su marcha. Tilo la sigue y
cuando pasan frente a la puerta el Panadero toca el timbre y al mismo tiempo
gira la cabeza para ver la escena.) Angélica... (Ya están frente al balcón izquierdo.)
ANGÉLICA (deteniéndose al fin). —
¿Qué
querés? (Se abre la puerta y el Panadero
olvida la escena.)
PANADERO.
— ¡Buen día!
TILO (a
ANGÉLICA). — ¡No tenés que estar enojada!
Voz DE
ELENA. — ¡Ah, pase! ¡Venga, déjelo aquí! (El Panadero entra y la puerta se cierra tras de él.)
ANGÉLICA.
— Ah, ¿te parece que no?
TILO. —
Mirá, yo no sabía lo que te pasaba. Pero de cualquier manera no tengo la culpa.
Vos estás así, con esa cara, y a mí me parece que es por mí.
ANGÉLICA.
— Sí, es por vos.
TILO. —
No, yo sé que no es por mí.
ANGÉLICA.
— ¿Qué estuviste averiguando?
TILO. —
Nada.
ANGÉLICA.
— Alguien te contó algo...
TILO (hosco).
— ¿Así que yo no podía saberlo?
ANGÉLICA.
— ¿Quién fue? (Pausa.) ¡A que mamá te pidió a vos!
TILO. —
Tu mamá no me pidió nada.
ANGÉLICA.
— ¡Ya sabía yo!
TILO. —
¿Y si me hubiera pedido qué tiene?
ANGÉLICA.
— ¡Claro! ¡Humillarme otra vez, qué importa!
TILO. —
¿Te parece que conmigo te vas a humillar por eso?
ANGÉLICA. — ¡Con vos y con cualquiera! Y no me
lo niegues porque recién acabo de pasar por eso. Mucha sonrisa, mucha
amabilidad, pero cuando apenas les pude decir lo del dinero, empezaron a hablar
de otra cosa, como si no entendieran. Y después te miran como si fueras una qué
sé yo... ¿Te parece que eso se puede aguantar?
TILO. —
Pero conmigo es distinto...
ANGÉLICA.
— Sí, es distinto. Pero igual tengo que rebajarme y humillarme.
TILO. — Oíme, Angélica, quiero que me
entiendas. Con nosotros es diferente. Nosotros tenemos que ayudarnos. ¿Quién nos va a ayudar? ¿Tu tía? No.
Nosotros tenemos que ayudarnos. Entre nosotros nadie se rebaja ni nadie se
humilla. Si no fuera así no podríamos vivir. (Corta pausa.) Ir a pedirle
a ellos sí es humillarse.
ANGÉLICA.
— ¿Y por qué tenemos que pedir?
TILO. —
Entre nosotros eso no es pedir. Uno sabe lo que es eso y no espera que se lo
pidan. Aunque tenga poco.
ANGÉLICA.
— ¿Y por qué tenemos poco?
TILO (mirando hacia abajo, sordamente). — Eso
es otra cosa...
ANGÉLICA.
— Y además, ¿quién va a dar antes de que se lo pidan? ¿Eh? ¡Nadie! ¡Eso, nadie!
TILO (suavemente). — Estás equivocada.
ANGÉLICA (lo mira; no entiende). — ¿Cómo?
TILO. —
Estás equivocada.
ANGÉLICA (lo
escudriña) — ¿Por qué?
TILO. —
Los muchachos empezaron a juntar sin que nadie les dijera una palabra.
ANGÉLICA (comprende todo; su voz
ahora es dulce). — ¿Quiénes?
TILO (señala
hacia la otra esquina). — Los muchachos... todos...
ANGÉLICA (algo
perdida). — Les habrás dicho vos.
TILO. —
Yo no les dije nada. Les dije que tu mamá necesitaba cien pesos, eso sí.
ANGÉLICA.
— Claro... (Pausa.) ¿Y por qué se pusieron a juntar?
TILO. —
Ahí está, ¿ves? Por qué. (La mira fijamente.) ¿No te das cuenta que eso
es lo menos que podemos hacer? (Finísimas ondas se cruzan entre los dos muchachos. Apenas se atreven a mirarse. De la casa
sale entonces el Panadero, y vuelve por la izquierda. Cuando pasa frente a ellos, los mira sin
cuidado y luego da vuelta la cabeza hasta que desaparece.)
ANGÉLICA (cariñosamente). — Tilo...
TILO. —
¿Qué?
ANGÉLICA.
— ¿Y ellos tienen plata?
TILO. —
Y... un poco cada uno...
ANGÉLICA.
— ¿Pero no les hace falta?
TILO. —
¿Y a quién no le hace falta?
ANGÉLICA.
— Bueno, pero no es cuestión de que ellos se queden...
TILO (interrumpiendo).
— Ahora hay alguien a quien le hace falta más que a nadie, ¿no?
ANGÉLICA.
— Sí...
TILO. —
Bueno, ¿y entonces? (Pausa. Angélica va
comprendiendo más y más.)
ANGÉLICA.
— ¿Me perdonás por todo lo que te dije antes?
TILO (refunfuñando).
— Vos también tenés razón. Uno no tendría que pasar por esto.
ANGÉLICA (cariñosamente lo toma
del brazo y se recuesta sobre su hombro, como hacen las muchachas amantes de
los barrios). — ¿Me acompañas? Vamos a ver si vino
Andresito...
TILO (señalando
la casa). — Tu mamá está acá.
ANGÉLICA (se separa pero no bruscamente). — ¿Fue
a preguntar?
TILO. —
No sé. Me imagino que sí.
ANGÉLICA.
— ¿Ya sabe que están juntando?
TILO. —
No. Creo que no.
ANGÉLICA.
— ¡Se va a poner de contenta!
TILO. —
Bueno, anda a ver si vino Andresito.
ANGÉLICA.
— ¿No me acompañas?
TILO. —
No. Averigua si vino y después volvé. Yo me quedo a esperar a tu mamá.
ANGÉLICA (se va a ir). — Bueno...
TILO. —
Si ves a Andresito... no le digas nada, ¿sabes?
ANGÉLICA.
— ¿No le diga nada de qué?
TILO. —
De esto... De la plata...
ANGÉLICA.
— ¿Y por qué no?
TILO. —
Y... no tiene necesidad de saberlo... ¿Para qué lo va a saber?
ANGÉLICA.
— ¿Y lo que me dijiste antes?
TILO. —
Si uno tiene necesidad de saberlo, está bien, no hay que avergonzarse. Pero si no lo tiene que saber... (Angélica
mira hacia atrás, luego hacia más
allá, y como nadie está mirando le escurre un beso en la mejilla. Luego se
escapa, dejando a Tilo un tanto sorprendido y lleno de amor. Tilo vuelve
lentamente, con sus pensamientos, y cuando llega más allá de la esquina, se
encuentra con Mingo, que llega por la calle derecha.)
MINGO. —
¿Todavía no vino, Tilo?
TILO. —
Parece que no.
MINGO. —
¡Qué fenómeno!
TILO. —
¿Sabes que estamos juntando, no?
MINGO. —
Sí. Aquí traje diez mangos.
TILO. —
Cincuenta y siete cincuenta.
MINGO. —
¿Cómo?
TILO. —
Con esos tenemos cincuenta y siete con cincuenta. (Los muchachos que estaban enfrente vuelven
despacio. Pato, cajero absoluto, viene adelante.)
MINGO. —
Apenas la mitad.
TILO. —
Apenas la mitad.
PATO (ya llegó). — ¿Trajiste, Mingo?
MINGO. —
Sí, nada más que diez.
PATO. —
Dame.
RONCO. —
¿Ahora quién falta, che?
PATO. —
Y... falta el Ñato.
PICHÍN. —
¡Qué va a poner el Ñato?
TILO. —
¿Por qué no puso el Ñato?
PATO. —
Dice que no tiene...
TILO (sordo). —No tiene...
RONCO. —
Y el viejo es dueño de una tienda.
TILO (concentrado).
— Por eso es que no pone.
PATO. —
¿Eso qué tiene que ver?
TILO. —
Tiene mucho que ver.
PICHÍN. —
Bueno, che, no te la tomes así. Si el Ñato es amarro, ¿qué le vas a hacer?
TILO. —
¿Y Tesorieri?
PATO. — Y...
Tesorieri no labura. Puso cincuenta guitas.
PICHÍN. —
Pero dijo que iba a buscar más.
RONCO. —
¿De dónde va a sacar?
PATO. — ¡Claro! (Se sientan nuevamente en la puerta.)
PICHÍN. —
Y... andá a saber...
TILO. —
La cuestión es que falta casi la mitad. (Pausa profunda, pero no muy
larga.)
PICHÍN (contando).
— Cincuenta y siete cincuenta... sesenta y siete cincuenta... setenta y
siete cincuenta...
MINGO. —
Faltan cuarenta y dos cincuenta.
PICHÍN. —
¡Che, qué rápido sos vos!
MINGO. —
Y... de cuando estaba en la feria, ¿sabes? (Pausa profunda.)
TILO. —
Cuarenta y dos cincuenta... (Pausa.)
PATO. —
¿De dónde lo podíamos sacar? (Pausa.)
PICHÍN. —
Únicamente que asaltáramos a alguien.... (Pausa.)
RONCO. — Che, ¿y Cañita? (Pausa.)
PATO. —
¿A dónde lo vas a ir a buscar ahora? (Pausa.)
MINGO. —
Se necesita antes de las doce... (Pausa.)
TILO (pensativo).
— De alguna manera tenemos que conseguirlo. (Pausa. Por
derecha, a paso rápido, aparece Teso. Llega contento.)
PATO. —
Sí, vos lo decís fácil. ¿Pero cómo?
TESO (ya llegó). — Tomá. (Le da a Pato varios billetes.)
PATO (cuenta). — ¿Siete mangos?
PICHÍN (abrazándolo
por detrás). — ¡Tesorieri! ¿A quién robaste?
TESO. —
¡Qué a quién robé, che!
PICHÍN. —
¿Vendiste la dentadura?
TESO. — Salí,
che, salí.
PICHÍN (le quiere abrir la boca,
se pelean en broma, etc.). — ¿A ver? ¡Mostráme, mostráme!
TILO. —
¿Cuánto hay ahora?
MINGO (rápido).
— Sesenta y cuatro cincuenta. Faltan treinta y cinco cincuenta.
PATO. —
Ya falta menos, ¿ves?
PICHÍN. —
Contá, Tesorieri. ¿De dónde los sacaste?
TESO. —
¿Cómo de dónde los saqué? Le conté a la vieja lo que pasaba y ella me los dio. (Sus palabras producen un corto silencio en los muchachos. Se miran entre ellos.)
PICHÍN (rompiendo
la situación). — ¿Y cómo te creyó, Tesorieri?
TESO. —
Mira, yo no laburaré, pero en mi casa cuando pido es para algo serio. Para
otras cosas me la rebusco por ahí, como puedo.
RONCO. —
¿Y por qué no laburás, Teso?
TESO. —
Yo quiero laburar. Pero cuando
laburo seguido tengo menos plata que ahora. Además a vos te da bronca saber que siempre vas a
estar en la construcción y nunca vas a salir de ahí.
PATO. —
¿Y por qué no fuiste a estudiar al colegio de noche?
PICHÍN. —
¡Si ahí no se aprende nada, che!
TESO. — Y
después que venís roto del laburo, ¿vas a ir allí?
RONCO. —
Y bueno, hay que sacrificarse...
TESO. — ¿Por
qué hay que sacrificarse? ¡Estás loco! ¡Espera que yo me acomode y vas a ver!
PATO. —
¿Qué? ¿Te prometieron un puesto?
TESO. —
Todavía no, no quiero mentir. Pero me lo van a prometer.
PATO. —
Sí. Vos seguí esperando.
TILO. — Y
después de que te lo prometan... ¿cuánto vas a tener que esperar?
TESO. —
Y, no sé. ¡Pero salir va a salir!
PATO. —
¿Y vos tenés la esperanza todavía?
TILO (serio).
— Si no fuera por la esperanza.
TESO. —
¡Y qué vas a hacer! Si no tenés nada, hay que esperar.
TILO. —
Claro. Esperar.
PICHÍN. —
¿Y mientras por qué no trabajas, Teso?
TESO. —
¿Estás loco? ¡Si saben que trabajo no me consiguen nada! Además, algunas
changuitas me las hago...
RONCO. —
¿No querés venir a arreglar la azotea de mi casa?
TESO. —
¿Qué tiene?
RONCO. —
Hay goteras.
TESO (dudando). — ¿Son grandes?
RONCO. —
No sé. Adentro siempre llueve.
TESO. —
Porque mira que quién sabe no se puede arreglar, eh.
RONCO. —
Y... si no se puede no se puede.
PICHÍN. —
¿Ya te estás tirando a muerto, Teso?
TESO. —
¡No che! ¡Qué me voy a tirar! (A Ronco.) Bueno; cuando querés que vaya
me avisas.
RONCO. —
¿Cuánto me cobras?
TESO. —
Nada. Eso sí. Vos dame el material.
RONCO. —
No. Si venís me cobras, si no no.
TESO. —
Bueno, de eso después hablamos...
PICHÍN. —
¿Pero vos sabes hacer eso, Teso?
TESO (con suficiencia). — ¡Vamos, che!
MINGO. —
¡No, eso sí, eh! Tesorieri trabaja bien. (A Teso.) ¿Te acordes cuando
levantaste la parecita de la casa?
TESO (entusiasmado).
— ¡ Ah, te acordás, Mingo! ¿Viste que fenómena que quedó? Estaba al pelo, ¿eh?
TILO (que
lo miraba detenidamente). — ¿No decías que no te gustaba el oficio?
TESO.
—No, a mí el oficio me gusta. ¡Yo me pongo a laburar y me olvido de todo! Pero
después, che, ¡no soy más que un albañil!
RONCO. —
¿Y eso qué tiene que ver?
TESO (dispuesto
a discutir). — ¿Cómo qué tiene que ver?
PATO. —
Bueno, che, acábenla, que tenemos que conseguir la plata.
PICHÍN. —
De veras. ¿Cuánto faltaba, Mingo?
MINGO. —
Con lo que trajo Tesorieri, ahora falta treinta y cinco cincuenta.
(El Ñato aparece por derecha, con cara especial.)
PICHÍN. —
¡Treinta y cinco cincuenta! (Llega el Ñato. Secamente le da dinero a Pato.)
ÑATO. —
Tomá. (Va a un rincón.)
PATO (cuenta).
— Veinticinco.
PICHÍN (lo
agarra). — ¡Ah, Ñato, te destapaste!
ÑATO. —
¡Salí, salí!
PICHÍN. —
Y bueno... Hubieses dicho que
ibas a buscar.
ÑATO. —
Eso es para que sepan que yo no me llamo veinticinco pesos.
TESO. —
¡Así me gusta, Ñato! (Lo agarra él también.)
ÑATO. — ¡Vos
también, salí de ahí!
PATO. —
Mira, Ñato, ahora porque trajiste plata no te mandes la parte, ¿eh?
TILO. —
¿Cuántos faltan ahora? Diez con cincuenta, ¿no?
MINGO. —
Sí.
PATO. —
¿De dónde los sacamos?
RONCO. —
Esperá. Yo voy de mi tía. Quién sabe consigo algo.
PATO. —
No, qué vas a ir hasta lo de tu tía...
RONCO. —
¡Si queda a una cuadra! (Yéndose.) ¡Esperá, en seguida vengo!
MINGO (contento).
— Falta poco ahora, ¿eh?
PICHÍN. —
Che, ¿y la vieja no sale?
TESO. —
¿No salió todavía?
PATO. —
No.
TESO. —
¡De veras, qué raro!
TILO. —
Y... estarán llamando por teléfono.
PICHÍN. —
¡Claro!
TESO (viniendo,
acercándose a Tilo). — Che. ¿Cómo lo van a llamar al puente?
PICHÍN. —
Esportivo penal.
TESO. —
Con Boca no te metas, ¡eh!
MINGO. —
Es grande ¿no?
PATO. —
Andresito me dijo que medía como una cuadra.
PICHÍN. —
Yo siempre me pregunto cómo no
se caen los puentes. Por qué son
así ¿no? (Estira las manos y junta las puntas de los dedos.) Pero aquí
en el medio no los sostiene nada... (Señala con una mano la punta de los dedos de la otra.)
TESO. —
En algunos sí. Hay columnas. ¿No viste?
PICHÍN. —
Sí, en algunos. Pero en muchos no.
MINGO. —
Y, todo está estudiado.
PICHÍN. —
¡Claro que está estudiado! ¡Qué vivo! (Siguiendo.) ¡Pero cómo se
sostienen, eh! Vos, si no los hubieras visto, ¿hubieras dicho que eso podría
ser?
PATO. —
De veras. ¡Hay cada puente fenómeno!
PICHÍN. —
¿Quién los habrá inventado?
TILO. —
Esas cosas no se inventan. Hay necesidad de hacerlas y se hacen.
TESO. —
¿Y esos puentes fenómenos también?
TILO. —
Y... cada vez sale mejor.
PICHÍN. —
¿Quién habrá sido el primero que hizo un puente?
MINGO (sonriendo).
— Habrá sido el hombre de las cavernas. Tiró la tabla e hizo un puente
chiquito...
ÑATO (que
reaparece). — En aquel entonces no había tablas, che. En todo caso habrá
sido un árbol.
TESO. — ¿Te
despertaste, Ñato?
ÑATO. —
Vos salí de ahí.
MINGO. —
¡Y bueno! ¿Al final de cuentas no es lo mismo?
PICHÍN. —
¡Pero hay que ver, eh! Después de todo no es nada del otro mundo. Pero mira si
no estuvieran los puentes.
MINGO. —
Y... todo el mundo estaría separado.
TILO. —
¿Y ahora está junto?
MINGO. —
Y... Por lo menos... (No sabe qué decir.)
PICHÍN. —
¿Y la radio, che? ¿La otra vez no escuchamos la pelea desde Nueva York?
TILO. —
¿Y eso qué tiene que ver?
TESO. —
¿Y el teléfono?
PiCHfN. —
¿Eso tampoco tiene que ver? Si vos querés hablar con China, ¿no podés hablar?
TILO. —
Sí, hablar sí.
PICHÍN. —
¿Y entonces?
PATO. —
¡Callate, pajarón! ¿No ves que vos no lo comprendés? ¿Cuándo te vas a dar cuenta que el Tilo es
más inteligente que vos?
PICHÍN. —
Mira, che. Ya me tenés seco con eso. ¿Me vas a decir que vos lo comprendes? Andá, andá... ¡Si se entiende él
solo! (Aparece por la derecha el
Padre. Llega abatido. No es más el hombre que se vio en el interior de la casa
durante el acto anterior. Camina lentamente, bajo el peso enorme de algo así
como una desgracia. Cuando llega frente a la puerta, los muchachos se abren en
abanico y luego se corren hacia el balcón derecho para darle paso. El Padre, antes de entrar,
mira a los muchachos y se dirige con voz muy suave y triste, más cansada que
nunca, a Tilo.)
PADRE (le hace una pequeña seña,
pues Tilo mira desafiante). — Venga...
TILO (acercándose desconfiado). —
¿Sí?
PADRE. —
Este... dígame., ustedes son amigos de... (Señala hacia la izquierda.) ...este
muchacho de aquí, de la mitad de cuadra... ¿no es cierto?
TILO (un poco alarmado). — ¿De Andresito?
PADRE. —
Andrés, sí. Andrés se llama.
TILO. —
¡Claro que somos amigos! ¿Por qué?
PADRE. —
Dígame... ¿Con quién más vive,
además de la Madre? ¿Tiene Padre él?
TILO. —
No, vive con la Madre y la hermanita.
PADRE. —
Ah... (Queda pensando.) Bueno, gracias, eh...
TILO (reacciona).
— Pero, ¿por qué me pregunta eso, diga?
PADRE (que ya dio la media vuelta
y tiene la mano en el picaporte). — Por nada, por nada... (Padre se
va. Tilo queda unos segundos frente a la puerta cerrada y luego
vuelve al balcón derecho, donde están los muchachos. Sólo Pichín estaba
espiando —no oyendo— la conversación. Ahora está más cerca que ninguno.)
PICHI’N.
— ¿Qué te dijo. Tilo?
TILO (lo
mira). — Me preguntó por Andresito.
MINGO. —
¿Qué te preguntó?
TILO (para
sí mismo). — Con quién vivía.
PICHÍN. —
¿Por qué te preguntó eso?
TESO. —
¿Y vos qué le dijiste, Tilo?
PATO. —
Che, déjenlo que hable; si no, no va a poder decir nada.
TILO (después de un corto
silencio, cargado de electricidad). — Me preguntó con quién vivía y yo le dije: con la Madre
y la hermanita. Nada más. (Gran silencio
de todos.)
PATO (con
casi un poco de terror). — Che, ¿le habrá pasado algo de veras? (Nuevo
gran silencio de todos.)
MINGO. —
Quien sabe es para avisarles que hoy no va a venir...
ÑATO. —
¿Y vos no le preguntaste nada, Tilo?
TILO. —
Sí, pero se fue igual. Qué sé yo. Me agarró de sorpresa.
TESO. —
Claro... Debe ser para avisarles...
MINGO (sin mucha seguridad). — Claro... (Tilo inicia el paso hacia el otro balcón
lentamente, seguido por todos los muchachos. Cada uno, cuando pasa frente a la
puerta, la mira como si esperase que se abriese en ese momento. Teso, último,
mira también hacia arriba, hacia el cielo.)
TESO. —
¿Viste cómo se aclaró, Mingo? (Nadie le contesta. Se apoyan en el
balcón.)
PICHÍN (venía pensando en la
posibilidad de algo triste). — ¡No, che! ¡Qué le va a pasar! ¿Por qué tienen que pensar lo peor? ¡Hay que
embromarse! (Llega Ronco, a paso rápido.)
TESO (al verlo). — ¿Conseguiste, Ronco?
RONCO. —
...lo que faltaba...
PATO (toma la plata; cuenta). — Faltaban diez cincuenta. Tomá. (A Ronco.) Sobran cincuenta guitas.
RONCO. —
Dáselos a éste, que los puso. (Señala a Teso.)
TESO (haciéndose
el actor). — Che, ¿ahora me lo desprecian?
RONCO. —
Bueno, entonces dámelos a mí.
TESO. —
Raja, che, raja. (Se coloca en medio de
los dos y toma los cincuenta
centavos, que guarda.)
PICHÍN. —
¡Sos artista, Tesorieri, eh!
PATO. —
¿Y ahora, Tilo a quién se lo damos? ¿Esperamos a la vieja?
TILO (que
continúa con la misma preocupación). — No, mejor se lo damos a Angélica.
Quedó en venir en seguida.
PATO. —
Bueno, tomá.
TILO (toma
la plata y después mira a todos). — ¡Estén seguros que se los van a
devolver, eh!
PATO. —
¿Y quién habla de eso, ahora?
TESO. —
¿Acaso no conocemos a Andresito?
ÑATO. —
Che, él lo dice para aclarar.
PICHÍN. —
¡Qué! ¡Ya estás esperando que te lo devuelvan, vos!
ÑATO (amenazador).
— ¡Mirá, no cargues más, eh!
RONCO (a
Tilo). — Vos decíle que no se preocupe y que no se apure. Que cuando tenga
que los devuelva.
PATO. —
Claro. ¡No van a salir de una para entrar en otra!
TESO. — Claro... (La barra se desparrama contra la pared y queda Tilo mirándolos, con
el dinero en la mano. De pronto, aparece Angélica por la calle de la
izquierda.) Tilo, te buscan... (Tilo
se une a Angélica y van hacia el otro balcón, porque así lo quiere Angélica que
sigue caminando. No quiere recibir el dinero frente a los muchachos. Éstos van
lentamente hasta la puerta y allí se sientan algunos.)
TILO (caminando). — ¿No vino?
ANGÉLICA (igual). — No.
TILO. — Ah, no. (Llegan al balcón derecho.)
ANGÉLICA.
— ¿Y mamá? ¿No salió todavía?
TILO. —
No.
ANGÉLICA.
— ¿Qué estará haciendo?
TILO. — Y
estarán llamando. (Pausa.) Tomá la plata. (Angélica la mira) ¡Tomá! (Angélica la toma tímidamente. Los muchachos miran
desde la puerta.) ¡Son
cien justos!
ANGÉLICA (muy
dulce). — ¿Les costó mucho?
TILO (disimulando). — No.
ANGÉLICA.
— ¿Después les das las gracias... de parte de mamá?
TILO. —
Qué gracias. Nosotros no tenemos que darnos las gracias. Sería cuestión de no
acabar más.
ANGÉLICA.
— Bueno, pero algo deciles...
TILO. —
Ellos entienden sin que se les diga nada. No hay necesidad de hablarles.
ANGÉLICA (después de una pequeña
pausa). — Escuchame,
Tilo. (Como pidiendo perdón.) Desde hoy en adelante los voy a saludar...
(En mitad de la frase de Angélica
comienza a oírse el celular de una sirena de ambulancia. Se hace un poco más
fuerte pero siempre es algo lejano, aunque no mucho. Por curiosidad, algunos
muchachos con su característica pachorra, se corren hasta el cordón de la
vereda y desde allí miran hacia donde viene el ruido de la sirena. Pichín es el
primero.)
PICHÍN (el sonido cesó; habla
casi sin aliento, trágicamente). — ¡Muchachos; paró en lo de Andresito! (Primero
Pichín, y detrás de Pichín todos
corren por la calle izquierda, en dirección a la casa de andresito. Tilo y Angélica
habían quedado paralizados por el grito de Pichín. Al fin Tilo también echa a
correr. Angélica hace lo mismo, detrás de Tilo, pero cuando ve la ambulancia,
estando ya frente a la puerta de la casa, se queda rígida. El terror la domina.
Su rostro expresa la angustia que la paraliza. Tilo, que había llegado hasta el
fin del balcón izquierdo, también se detiene para esperar a Angélica. Ve la
inmovilidad de la muchacha, y ve también su puño apretado, por donde aparece el
dinero juntado por los muchachos, que se adelanta a su figura, como queriendo
que éste llegue antes que su cuerpo. Los dos están inmóviles cuando comienzan a
sonar las campanas de la iglesia. El ritmo ahora es más lento. Cae la luz. Las
campanas continúan su redoble, aún después de hacerse completa la oscuridad.)
CAMBIO DE MOVIMIENTO
En la oscuridad, mientras las
campanas mantienen su monótono acorde, la calle desaparece para dar lugar
nuevamente al interior de la casa. Cinco segundos antes de iluminarse
nuevamente la escena, el tañer de campanas sube en tirabuzón y toma de nuevo el
ritmo más rápido del comienzo del acto. Recién entonces se abre el telón,
dejando ver el interior de la casa. Allí termina el redoble con tres fuertes
campanadas aisladas.
SEGUNDO MOVIMIENTO
LA CASA
Continúa la escena interrumpida
al final del primer acto. Elena martillando la horquilla del aparato. Las
campanas cesan su redoble terminando con tres campanadas aisladas.
ELENA (martillando). — ¡Hola!
¡Hola! (Le contestan.) ¡Señorita! ¡Yo pedí con
Campana, dos, tres, siete! (Oye.
Gesto de disgusto.) ¡Por favor, señorita! ¿Quiere volver a insistir?
(Suplicando.) ¡Por
favor, señorita! Bueno, gracias... (Se
levanta y mientras camina en dirección a la puerta de calle se oye un nuevo timbrazo. Sólo dos segundos la escena permanece desierta, cuando se oye:) ¡ Ah!, ¿es usted? ¿Quiere pasar?
(Detrás de Elena, que cruza toda la
habitación en busca de un cigarrillo que luego enciende, entra la Madre,
tímida.)
MADRE. —
Gracias, señora.
ELENA. —
¿Qué la trae por acá?
MADRE. —
Usted... se imaginará, señora... Yo quería preguntarle...
ELENA (indiferente). — ¿Qué?
MADRE. —
Como mi hijo todavía no vino...
ELENA. —
Ah, no.
MADRE. —
Quería preguntarle si usted sabe algo.
ELENA. —
¿Qué puedo saber yo?
MADRE. —
Y... yo decía. Como trabaja con el ingeniero... (Pausa, mira hacia adentro.)
Él todavía no vino, ¿no es cierto?
ELENA. — No, todavía no. (Recién enfrenta a la Madre.)
MADRE (se le escapa). — ¿Ha visto?
ELENA (un
poco molesta). — ¿Ha visto qué?
MADRE. —
No, decía... ¿No es raro?
ELENA. — Usted lo verá raro. Se ha retrasado,
nada más.
MADRE. —
Sí, pero tenían que venir ayer.
ELENA. —
Habrá tenido que hacer.
MADRE. —
Sí, eso es lo que yo quiero pensar, pero...
ELENA. —
¿Pero qué?
MADRE. —
No, nada...
ELENA (mirándola
desde arriba). — Me parece que su imaginación trabaja demasiado.
MADRE. —
Y señora...
ELENA. —
Vea, vuelva a su casa y espere sin miedo, que ya llegará su hijo.
MADRE. —
Sí, ya sé, él va a llegar.
ELENA. —
¿Y entonces de qué tiene miedo?
MADRE. —
No, no es miedo, señora.
ELENA. —
¿Ah, no?
MADRE. —
No, miedo no.
ELENA. —
¿Y entonces?
MADRE (pausa. No encuentra la verdadera
respuesta). — La vida me ha enseñado así.
ELENA. —
Eso no es manera de vivir.
MADRE. —
Ya sé que no. ¿Pero qué le va a hacer? No hay otro remedio. Un golpe detrás de
otro le enseñan a una que no puede quedarse tranquila.
ELENA. —
Pero caramba. El que su hijo tarde un poco no es motivo para preocuparse
tanto...
MADRE. —
Sí, ya sé. Yo no digo que le haya pasado algo. Pero como todavía no llegó...
ELENA. —
Todos esos golpes que usted dice, deberían por lo menos haberla hecho un poco
más dura.
MADRE. —
No, no crea eso, señora. Es mentira. Los golpes ablandan. Y una piensa que el
que viene ya no lo va a poder resistir.
ELENA (rompiendo).
— Bueno, me parece que ya estamos hablando tonterías. Perdone que hoy no
tenga ganas de conversar; no me siento bien. Ahora váyase a su casa y espere
que de un momento a otro su hijo llegará.
MADRE. —
No, no son tonterías, señora.
ELENA. —
Bueno perdóneme; pero de cualquier manera no tengo muchas ganas de conversar.
MADRE (sin
intención, sinceramente). — Claro, yo la estoy molestando.
ELENA. —
No, molestando no. Simplemente no me siento muy bien.
MADRE. —
Usted también está preocupada, eh...
ELENA. —
¿Quién dijo eso?
MADRE. —
Y... yo me doy cuenta.
ELENA. —
¡Por favor! Usted ve fantasmas por todas partes... Todas ustedes son iguales.
En la tontería más pequeña adivinan una tragedia.
MADRE. —
Y ... la vida.
ELENA. —
¡La vida!
MADRE. —
Y, claro... la vida.
ELENA (dirigiéndose
a la puerta de calle). — Ustedes se la pasan hablando de la vida y ni
siquiera tienen fuerza para soportarla.
MADRE (interrumpiéndole el
viaje). —
¡Señora!
ELENA (dándose vuelta). — ¿Qué?
MADRE. —
Usted perdone que la moleste, pero ya que tiene teléfono, ¿por qué no trata de
comunicarse?
ELENA. —
Ya lo hice.
MADRE. —
¿No consiguió?
ELENA. —
Estoy esperando.
MADRE. —
Ah, sí...
ELENA. —
Ahora nomás deben contestar.
MADRE (ansiosa).
— Yo también quise hacerlo desde la panadería, pero no pude conseguir.
ELENA. —
Bueno, váyase tranquila y no piense más cosas raras.
(Arranca otra vez hacia la
cortina que da a la salida y queda allí.)
MADRE (antes
de que sea demasiado tarde). — ¿Sería mucho pedirle que me dejara estar
aquí, para saber si contestan?
ELENA (un poco sorprendida
primero, luego, como diciendo: ¡qué vamos a hacer!). — Bueno... quédese... ahí tiene
una silla. (Vuelve.)
MADRE. —
No, gracias, señora, estoy bien así.
ELENA. —
Me imagino que no va a estar todo el tiempo parada. Siéntese.¿Quiere?
MADRE. — Gracias, señora. (Se
sienta.)
ELENA. —
Aunque con estarse ahí no va a ganar nada... Pero si a usted le gusta...
MADRE. —
Es que... además... necesito saber en seguida si viene o no viene, ¿sabe?
ELENA (curiosa). — ¿Por qué?
MADRE. —
Porque hoy traía la quincena y...
ELENA (cortándole). — ¡Ah! (Después de una pequeña pausa.) Pero de cualquier modo me parece que no ha de ser mucho lo
que trae.
MADRE. —
Y, para nosotros es bastante, señora.
ELENA. —
Bueno. (Molesta.) Si quiere esperar espere. (Suena el timbre del
teléfono. Elena se acerca rápidamente. La Madre se yergue. AI instante aparece
Rodolfo por la puerta interior. Ahora lleva puesta una camisa. Mira desde allí
a Elena.) ¡Hola! (Escucha.) Sí... (Primero
desagrado y luego violencia.) ¡No, señorita, no está! (Cuelga.)
RODOLFO (con
intención). — ¿Para quién era?
ELENA (sorprendida primero, luego
fría). — No era
para usted. (Rodolfo hace una mueca de
rabia, comprendiendo que era su llamado, y se va.)
MADRE (sin darse cuenta de nada).
— ¡Lindo
muchacho, eh! (Elena no contesta.) Más o menos de la misma altura
que Andresito.
ELENA (por
decir algo). — ¿Quién es Andresito?
MADRE (sorprendida). — ¡Mi hijo!
ELENA (como recordando). — Ah,
sí.
MADRE. —
¿Tiene veintitrés años también?
ELENA. —
Sí, creo que sí. (Ya la cansa.)
MADRE. —
¡Qué linda edad es ésa! La vida tiene otro color en esos años.
ELENA (aparenta condescendencia,
pero es ironía), — Trate de
no hablar más de la vida, por
favor...
MADRE (se achica). — Perdone, señora. (Pequeña pausa). Pero
es tan difícil hablar de cualquier cosa
sin hablar de la vida...
ELENA. — Sí, ya sé. Eso es lo que le pasa a
ustedes, que no saben pensar en otro cosa.
MADRE (ingenua).
— ¿Y en qué otra cosa se puede pensar? (Rodolfo llega
desde adentro con un saco sport; cruza lentamente y se va por la puerta de
calle.)
ELENA (antes de que desaparezca).
— ¿A dónde vas?
RODOLFO (con intención). — ¡A hablar por teléfono! (Sale.)
ELENA (sin poder disimular los
nervios). — ¡Qué
barbaridad!
MADRE. —
Eh, todos los muchachos son iguales... Hay que saberlos llevar y tratar de
enseñarles. Ellos se enojan, rezongan, protestan... hasta insultan. Pero es
porque son jóvenes. Después se les pasa y ya no se acuerdan más de nada. Y
cuando son dos hermanos, es mucho peor.
Uh, ¡en casa he tenido que pasar por tantas! Ustedes mismos, se habrán
peleado bastante, a pesar de la diferencia de edad...
ELENA (con
simpleza). — No es tanta la diferencia de edad.
MADRE (no
hace caso). — Es que los muchachos son así. (Habla con cariño.) Ellos
se enojan, después se ríen, después se vuelven a enojar... siempre así. Ellos
no piensan, ¿sabe? Eso es lo bueno...
ELENA. — O piensan cosas que no deben pensar.
MADRE (atreviéndose a hablar casi
íntimamente). — Nosotras
también pasamos por eso, ¿eh?
ELENA (queriendo tomar
risueñamente la situación pero logrando sólo demostrar su disgusto). — Parece que usted está decidida
a aumentarme la edad a la fuerza... No sé si se habrá dado cuenta que entre
usted y yo hay un montón de años de diferencia.
MADRE. —
Sí, válgame Dios. Salta a la vista. Usted es una señora muy joven. (Pausa.) Pero
ya está casada... tiene su hogar... en fin, ya tiene la vida hecha.
ELENA (intentando
divertirse). — ¡Qué gracioso! ¡De manera que cuando una se casa ya tiene
que olvidarse de la juventud!
MADRE. —
Y... se la hacen olvidar a una...
ELENA. —
Eso le habrá ocurrido a usted.
MADRE (pensando).
— Sí... claro... Con usted puede ser diferente. Usted tiene de todo aquí.
Pero en cambio yo... Además usted no tiene hijos.
ELENA (fría).
— No tengo porque no quiero tenerlos, simplemente.
MADRE (asombrada).
— ¿Por qué no quiere tenerlos?
ELENA. — Claro. (Hay un silencio. El asombro de la Madre molesta a Elena.) Siempre hay tiempo para esas
cosas. Los hijos son muy lindos pero dan demasiado trabajo. (Madre cada vez
más asombrada. ) Además, ahora, con
este problema del servicio doméstico, ¡ni qué pensar!
MADRE (se restablece de la
sorpresa poco a poco; cree que comprende). Ahí está, ve. Ustedes piensan todo. En cambio, una ni piensa en el hijo.
Lo tiene y se acabó. Cuando ya está, hay que darle de comer. Eso es lo que hay que pensar en ese momento.
Otra cosa no. (Pequeña pausa.) Y
cuando se descuida llega el otro, atropellándolo todo, comiéndolo todo. ¡Ah!
¡No dan tiempo para pensar, no!
ELENA. —
¿Y para qué tiene hijos?
MADRE. —
Y... si uno no tiene hijos... ¿para qué se casa? Ellos a pesar de todo, nos dan
lo mejor.
ELENA. —
Entonces no se queje.
MADRE. — No,
yo no me quejo. ¿Quién se puede quejar? Claro que sería tan lindo poder darles
todo lo que una quiere...
ELENA. —
Creo que se trata de saber hacerlo, nada más.
MADRE. —
Sí, señora, usted lo dice muy fácil, pero una tiene que tener para poder
darles.
ELENA. —
Trabajando se tiene.
MADRE. —
Sí, pero no alcanza.
ELENA. —
Porque cada día quieren más y más.
MADRE.— No,
señora. Una quiere para lo que necesita, nada más. (Nota que Elena está
molesta.) Pero no vaya a creer que yo me quejo. Una vive... Es pobre, pero qué se le va a hacer, Dios así
lo quiso. Una vive...
ELENA. —
Menos mal. Ahora hay muchos que no lo comprenden así.
MADRE. —
Y... son los jóvenes, ¿sabe?
ELENA (continuando
con su idea). — Se creen que los que han hecho una fortuna la han hecho porque
sí.
MADRE (continuando
con la suya). — Pero después a una la vida le enseña.
ELENA (en
la misma dirección). — Como si costara poco.
MADRE (reaccionando). — Sí, no vaya a
creer que yo no la entiendo. ¡Me imagino lo que debe costar! (Lo dijo
ingenuamente.)
ELENA (insistiendo).
— La gente se cree que una tiene diñero por su linda cara.
MADRE (de acuerdo). — ¡Qué esperanza!
ELENA. —
El que tiene, tiene porque se lo ha ganado.
MADRE. —
Claro.
ELENA. —
Y el que no tiene, no tiene porque no se lo ha sabido ganar.
MADRE. —
Sí, pero sería tan lindo no tener que pensar en eso.
ELENA. —
¿Cómo no pensar en eso?
MADRE. —
Y... claro... Una tendría que trabajar y nada más. Ganar para lo que necesita.
Si uno no trabajara sería diferente. Pero si uno trabaja debería tener derecho
a vivir en paz.
ELENA (más
cansada). — Vea, a mí no me interesa en absoluto. Pero no me explico cómo
es que si trabajan los tres no les alcanza el dinero...
MADRE. —
Y... es que pagan poco, ¿sabe?
ELENA (la
mira inquisitoria). — ¿Qué quiere decir con eso?
MADRE. —
No, señora. No vaya a pensar que lo digo por Andresito. Él es joven y en
comparación le pagan bastante bien. Pero a nosotras, a mi chica y a mí...
ELENA. —
¡Ah! Yo creí que tampoco estaba conforme con lo que le pagan a su hijo.
MADRE. —
No, ¡qué esperanza! Él gana bien. Y está muy contento con el ingeniero, ¿sabe?
ELENA. —
¡Sí, como para encontrar otro igual que Luis!
MADRE. —
Andresito también es muy bueno...
ELENA (retadora).
— Todos esos que están en la calle son sus amigos, ¿no?
MADRE (tímidamente).
— Sííí...
ELENA. —
Entonces no podrá ser muy bueno, si se junta con ellos. Están todo el día
atorranteando por ahí. Por lo menos podría decirles que no se paren en esta
esquina.
MADRE (sin
solución). — ¡Y! ¿A dónde van a ir los muchachos?
ELENA (asombro y enojo). — ¡Cómo
adonde! ¡Como si no hubiera más sitios que éste!
MADRE (siguiendo
sus pensamientos). — Y no es por contradecirla, señora, pero son todos buenos muchachos. Lo que
pasa es que son todos muchachos de la calle. Pero
de cualquier manera Andresito es
diferente. Yo traté de que estudiara todo lo posible. Después, desgraciadamente, tuvo que ponerse a trabajar,
pero... (Entra RODOLFO por la puerta de calle. Lento, altivo.)
ELENA (interrumpiendo
a la Madre). — ¿Ya hablaste todo lo que tenías que hablar? (Rodolfo la mira con desprecio y no
contesta. Entra y desaparece.)
MADRE. —
¡Ah, qué lindo muchacho!
ELENA (irónica, pero para sí). — Sí, muy
lindo.
MADRE (con
cierta pena, pero sin envidia), — ¡Él sí que puede estudiar, seguir una carrera, ser un hombre
importante!...
ELENA (como
antes). — Un hombre importante...
MADRE. —
Sí, ya lo creo. Usted se imagina, dentro de unos años... (Se oyen dos fuertes timbrazos.)
ELENA. — ¡Quién
puede ser ahora! (Desaparece por la
cortina. Sólo dos segundos está la Madre sola, mirando, pequeña, pequeñísima, a
su alrededor. Luego entra Elena, después de haberse oído:) PANADERO (jovial). —
¡Buen día!
ELENA. —
¡ Ah, pase! ¡Venga, déjelo aquí! (Entra ahora Elena seguida por el Panadero.)
Un
momentito... (Desaparece, yéndose al
interior de la casa.)
PANADERO (a
Madre). — ¿Cómo? ¿Usted aquí?
MADRE. —
Ya lo ve...
PANADERO.
— ¿Todavía no se pudo comunicar?
MADRE. —
No.
PANADERO.
— ¿Y qué dice la señora?
MADRE. —
Y... ella también está esperando... (Entra Elena con una panera.)
ELENA. —
Póngalo aquí.
PANADERO.
— Cómo no, señora. (Coloca el pan.)Hoy viene el ingeniero, así que le dijo un kilo, ¿no?
ELENA. — Sí, un kilo. (Silencio de todos.)
PANADERO.
— Desde mañana aumenta el pan, ¡eh!
ELENA. —
¡Cómo, otra vez!
PANADERO.
— Y, qué le va a hacer, todo sube.
ELENA. —
Me parece que aquí hay bastante trigo...
PANADERO.
— Sí, pero usted sabe, todos quieren ganar más... (Ya terminó de colocar el pan.)
ELENA (llevando
el pan adentro). — ¡ Yo no sé a dónde vamos a ir a parar!
PANADERO (La
Madre es un excelente blanco). — Imagínese. Todo sube, el sueldo no
alcanza. Entonces piden aumento. Viene el aumento, entonces todo sube. Y no
alcanza el sueldo otra vez. ¿Qué se puede hacer?
MADRE. —
Claro... (Le interesa otra cosa.) ¿A cuánto aumenta el pan?
PANADERO. — A cincuenta y cinco. (Le
interesa otra cosa.) Este es el resultado de la guerra, ¿ve? (Llega
Elena de adentro.) Cuando hay una guerra siempre pasa lo mismo. Y hasta que
no se acaben las guerras esto no se va arreglar.
ELENA (fastidiada).
— ¿Qué tiene que ver la guerra?
MADRE. —
Y, la pobre gente que se muere.
PANADERO.
— No, no es eso. ¿Usted sabe los millones que se tiran ahí en armas y otras
cosas? (Mueve la cabeza.) Pero la guerra es algo que yo no entiendo. Se
pelean por esto. (Hace signo de pesos con los dos dedos.) Porque eso de
los intereses, del petróleo y etcétera, no es otra cosa, y después se quedan
sin nada. Porque todo se lo gastan tirando tiros.
MADRE. —
Y matando gente...
PANADERO (un último pensamiento
escéptico, antes de irse). — Lo que yo me pregunto es una cosa... ¿La gente se quedará
alguna vez tranquila, viviendo y dejando vivir? Porque con eso es suficiente,
MADRE. — Seguro que es suficiente.
MADRE. — Seguro que es suficiente.
PANADERO (en
retirada). — ¡Pero la plata, amigo! ¡ Ah, la plata! Bueno, hasta mañana,
señora. (A Madre.) ¡Hasta mañana!
MADRE. —
Hasta mañana. (El Panadero se fue) Tiene razón el hombre.
ELENA. —
Es un charlatán. Hay tantos ahora.
MADRE. —
Pero eso de la guerra. Yo no entiendo mucho, pero a mí me parece...
ELENA. —
A usted le puede parecer. Pero lo mismo es un charlatán.
MADRE. — Puede ser... (Suena furiosamente el timbre del teléfono. Elena corre a atender.
Madre se levanta; queda suspendida en un hilo.)
ELENA. — ¡Hola, hola! (Escucha.) Sí. (Decae su
ánimo.) Sí. ¿Pero intentaron otra
vez?... ¿Pero no hay manera?... (Rodolfo vuelve a entrar, lentamente, atento a la conversación telefónica.) ¡Lo que
pasa es que son unos inútiles! (Cuelga rabiosa.)
MADRE. —
¿No se puede?
ELENA. —
¡No! (Con desprecio.) ¡Dicen que el teléfono debe andar mal!
MADRE (mirándola
profundamente). — Usted decía que no me preocupara, pero usted también está
preocupada.
ELENA. —
No es preocupación. Es rabia. Podía haber avisado de alguna manera.
MADRE. —
A mí es eso lo que me preocupa. ¿Por qué no avisaron? (Pausa
eléctrica.)
ELENA (con
excesiva violencia y disgusto). — Bueno, creo que ya nada tiene que hacer
aquí. Ya vio. No se puede conseguir comunicación. (Rodolfo se sienta junto a la
radio y conecta el aparato.)
MADRE. — Síiíí. (Pero no se mueve.)
ELENA. —
¿Qué es lo que quiere esperar ahora?
MADRE. —
Este...
ELENA. —
Por favor, señora. (Comienza a hacerse oír el aparato.) La dejé estar
aquí todo este tiempo porque había una razón que podía ser comprendida. Pero
ahora no hay ninguna. Y tengo ganas de estar sola.
MADRE. — Vea, señora... (La radio ya se oye fuerte y Rodolfo,
haciendo girar el dial, provoca ese extraño ruido que se produce cuando las
estaciones pasan velozmente.)
ELENA. —
¿Querés apagar esa radio? Creo que no es momento para eso.
RODOLFO (pesadamente).
— ¿Se puede saber cuándo es momento para cualquier cosa aquí adentro?
ELENA. — ¡No sea insolente! ¿Quiere? (Rodolfo
apaga la radio, y se va.)
MADRE. —
Yo sé que este no es momento, señora, pero tengo que hacerle un pequeño pedido.
ELENA. —
¿Un pedido?
MADRE. —
Sí. Yo creo que para usted no tendrá importancia, pero para mí representa
mucho.
ELENA (aguantando). — Bueno, hable.
MADRE. —
Ya le dije hoy que estaba esperando que viniera Andresito con la quincena
porque tenía que pagar una pequeña deuda.
ELENA. —
Ah, plata.
MADRE. —
Sí, señora, imagínese. Yo no la molestaría si no necesitara tanto esos pesos.
ELENA. —
Claro.
MADRE (alentada).
— Yo pensé que usted podría adelantarme la quincena de mi hijo. Yo se la
devolvería apenas viniese.
ELENA. —
Usted sabe que yo no tengo nada que ver con los asuntos de mi marido.
MADRE. —
Sí, claro me imagino. (La mira asombrada.) Pero yo no creo que usted lo
dice por esto.
ELENA. —
¿Por qué lo voy a decir?
MADRE. —
Pero esto es diferente.
ELENA. —
No veo la diferencia. Usted quiere que yo le pague el sueldo de su hijo. Que
por otra parte a estas horas ya debe estar pago.
MADRE (como
aclarando). — Aunque sea nada más que cien pesos, señora.
ELENA. —
¿Y para qué quiere ese dinero?
MADRE. —
Tengo que pagar una cuenta. Me habían dado plazo hasta ayer, y como Andresito
no vino no la pude pagar. Si no la pago antes de las doce tendré que ir a la comisaría.
ELENA. —
Eso le pasa por ponerse en deudas.
MADRE. —
¡Qué va a hacer una!
ELENA. —
De cualquier manera, ya le he dicho. Espere hasta las doce. Para esa hora ya estará aquí su hijo.
MADRE. —
¿Y si todavía no vino?
ELENA. —
Pierda cuidado, que va a venir.
MADRE (sigue
aclarando, con menor fuerza). — Pero no son nada más que cien pesos,
señora.
ELENA. —
Bueno; creo que ya le he dicho lo que pensaba de eso.
MADRE (humillándose
un poco). — Pero apenas llegue mi hijo se los voy a devolver.
ELENA. —
Yo no tengo nada que ver con el sueldo de su hijo.
MADRE. —
Pero su esposo...
ELENA. —
En cuestiones de dinero yo no tengo nada que ver con mi marido. Y no vaya a
pensar que no se los quiero dar porque me duele desprenderme de cien pesos. Si no
es para escarmiento. Si todos hicieran así, aprenderían a guardar bien lo que
ganan...
MADRE. —
¿Pero usted cree que yo tiro la plata, con todo lo que cuesta ganarla?
ELENA. —
De otra manera no me lo explico.
MADRE. —
Ya le dije, señora. Lo que pasa es que no alcanza.
ELENA. —
No me va a hacer creer que si trabajan los tres no les alcanza el dinero.
MADRE. —
No, señora, no nos alcanza. Los tres también tenemos que comer, vestirnos,
pagar el alquiler...
ELENA. —
Bueno, ésas son cosas que a mí no me atañen.
MADRE. —
Sí, yo comprendo. Pero a usted no le costaría nada adelantarme esos cien pesos.
ELENA. —
Vea. Tengo por costumbre no dar limosnas ni prestar plata. Para mí, las dos cosas tienen igual
significado. En este mundo todos tienen la misma oportunidad. El que la sabe
aprovechar, allá él. Nosotros no tenemos por qué después ir salvándolos de los
apuros. Mejor es darles una lección.
MADRE (no
oye nada). — Pero no son más que cien pesos, señora.
ELENA. —
Aunque fueran diez... ¡Y aunque fuera uno!
MADRE. —
¿Entonces quiere decir que no?
ELENA. —
No.
MADRE (agobiada se retira hacia
la cortina). — Bueno...
ELENA (un poco arrepentida; no
puede terminar así). — Y le aconsejo que en adelante trate de evitar situaciones como ésta.
MADRE (sin
fuerzas). — Dios sabe que yo no las deseo.
ELENA. —
No las desea pero las provoca.
MADRE (algo
va comprendiendo). — Yo creía que usted en el fondo no era como es.
ELENA. —
¿Qué quiere decir con eso?
MADRE (continuando).
— Si no, no le hubiese pedido nada.
ELENA. —
¿Me quiere explicar?
MADRE. —
¿Para qué? Quién sabe usted no tiene la culpa. Nació y vivió siempre entre
cosas como éstas...
ELENA. —
¿Y eso qué tiene que ver?
MADRE (Mas
Madre que nunca). — Y... eso la hace diferente a una, ¿sabe?
ELENA (irónicamente).
— Usted cree que yo no tengo corazón, ¿no es así?
MADRE. —
No, yo sé que lo tiene. ¡Quién no lo tiene!
ELENA. —
¿Y entonces?
MADRE. —
Pero... viviendo aquí una se debe olvidar de tantas cosas...
ELENA (hiriente).
— Como por ejemplo deber plata a la gente.
MADRE (comprende
tristemente y hace una pausa). — Eso, si pudiera olvidarlo, yo también lo
olvidaría, señora.
ELENA (ahora
se divierte, casi). — ¿Entonces de qué cosas se olvida una viviendo...
aquí?
MADRE. —
De la necesidad de todos los días, de los apuros. Eso los hace diferentes. No
comprenden ¿sabe? No comprenden que una puede necesitar. Una, que pasa esta
vida, lo sabe, pero ustedes...
ELENA (no le gustó). — ¿Nosotros qué?...
MADRE (triste,
retándola casi cariñosamente). — No son buenos... no son buenos...
ELENA. —
Usted me va a decir ahora lo que tengo que hacer.
MADRE. —
No, yo no, pero...
ELENA (interrumpiéndola).
— Lo que pasa es que todos ustedes están mal acostumbrados. Y cuando se les
da un dedo se toman el brazo. Eso me
pasa por dejarla esperar aquí. Para otra vez ya sé lo que tendré que hacer.
MADRE (tranquila, queriendo
divorciarse de esta situación). — Bueno, señora pierda cuidado que no voy a venir
más.
ELENA. —
Usted lo que se merecía es que mi marido despidiera a su hijo.
MADRE (asustada,
habla llena de ansiedad). — No, señora, por favor, eso no. No vaya a hacer eso.
ELENA. —
Eso es lo que se merece.
MADRE. —
No lo va a hacer, señora, ¿no es cierto?
ELENA. —
Vamos a ver. Y ahora puede retirarse.
MADRE (decidida
por su temor). — No, antes me tiene que prometer que no lo va a hacer.
ELENA. —
Primero voy a pensarlo, y ahora haga el favor de retirarse.
MADRE. —
No señora, prométame que no. (Llega el Padre escuchando las
últimas palabras de la Madre. Su paso es lento. Lleva la misma expresión de abatimiento
que mostró al entrar a la casa. Mira a las dos mujeres en forma casi
alucinada.)
ELENA
(reparando en el abatimiento del Padre). — ¿Qué te pasa?
MADRE (continuando). — Señora...
ELENA (más fuerte). — ¿Qué te pasa? (Padre no contesta. Mira.)
MADRE. —
Señora...
ELENA. —
¿Usted quiere irse de una vez?
MADRE. —
No, señora, yo no me voy hasta que me prometa que no va a hacer despedir a mi
hijo...
ELENA (ya
furiosa). — ¡ Sí, lo voy a hacer despedir! ¡Y váyase ahora mismo porque no
la soporto más! (La Madre está cada vez más chiquita.)
PADRE (muy lentamente, como si le costara un gran
esfuerzo hablar). — ¿Por qué vas a hacer que echen a
su hijo?
MADRE (recuperándose).
— Dígale que no lo haga, señor.
ELENA (a
Padre). — ¡Porque estas impertinencias no tenemos por qué soportarlas!
MADRE. —
Sólo le pedí dinero que necesitaba, señor. El sueldo adelantado de mi hijo.
PADRE. —
¿Eso es todo?
ELENA. —
No. Eso no es todo. ¡Además es una impertinente!
PADRE (acercándose a la Madre). —
Tome. (El dinero que le da lo ha sacado del
bolsillo: es el mismo que media hora antes agitó frente a su hija.)
MADRE (no
quiere recibirlo). — No, señor, gracias, yo ahora lo que quiero es que no
despidan a mi hijo.
PADRE (nervioso, de ninguna
manera enojado). — ¡Tome!
ELENA. — ¡Quítale
ese dinero!
PADRE (sin voluntad). — Es suyo.
ELENA (más violenta). — ¡Quítale ese dinero! (Espera la respuesta, tensa, pero no llega.
Con los dientes apretados.) Esto no lo voy a olvidar nunca en la vida.
PADRE (recuperando poco a poco su
voz). — Yo
tampoco.
ELENA (abalanzándose sobre la Madre y tratando
de arrebatarle el dinero). — ¡Deme eso!
PADRE (con una velocidad
inesperada se interpone y toma fuertemente el brazo de su hija). — ¡Elena!
ELENA. —
¡Déjame! ¡Déjame!
PADRE (alucinado; su voz es un
grito). — ¡Basta! (Elena calla. Retrocede. Herida como una
salvaje que ya espera la venganza. El Padre cae hasta las profundidades de su
frágil espíritu. Su voz también es profunda, pero también es frágil.) Ya has recibido el castigo de
Dios...
ELENA (sorprendida, desafiante).
— ¿Castigo
de Dios?
PADRE (ya
calmo, casi calmo). — Ahora váyase, señora. Se lo ruego.
ELENA (más
desafiante aún). — ¿A quién tiene Dios que castigar?
MADRE. —
No, señor. La señora va a hacer despedir a mi hijo...
PADRE (casi para sí). — No. (Terminante.)
Pierda
cuidado que no.
ELENA (encuentra
allí mismo la venganza). — ¡Sí! ¡Lo voy a hacer despedir!
PADRE (agotado. Encuentra casi en
las palabras un consuelo para sí y un
castigo para su hija). — Es tarde. Por más que quieras, ya no podrás... (Pausa. Elena siente nacer en sí
el terror. La Madre comienza a estirarse en sus nervios, sin aliento.)
ELENA. — ¿Qué pasa? (Ahora su voz es grave; lleva en sí el terror.)
PADRE. (en
otro momento, el tono sería de burla). — Qué pasa. Lo que pasa siempre,
despacio o furiosamente... (Se sienta agobiado.)
ELENA (más grave aún). — ¿Querés hablar?
PADRE (ensimismo,
alterándose, perdido). — Y uno no puede comprender nada. Aunque piense, y
piense, y piense.
ELENA (en
la misma voz). — ¿Querés explicar de qué estás hablando?
PADRE (vuelve al lugar; su voz,
en la que hay compasión y rabia, es la de un juez que dicta una sentencia). — De Luis...
ELENA (casi
gritando). — ¿Qué pasa con Luis?
PADRE. — (Su mirada es la voz que
explica.)
ELENA. — No... (En el mismo tono y volumen de voz.) No... (Espera al Padre, que nunca llega.)
PADRE (sin tono, incapaz ya de
sentir la fuerza de la muerte). — La grúa se desprendió del puente y encerró a todos
en el fondo del agua.
ELENA (mirándolo
estúpidamente). — No. Todo eso es mentira.
PADRE (buscando, perdido, la
razón de todo). — ¡Para vos
todo siempre será mentira!
ELENA (espera todavía, sin encontrar
el llanto). — ¡Callate, callate!
PADRE (igual
que antes). — Ya es inútil. ¡Podrás quedarte con esto, pero esto ha caído para siempre! (Elena tiembla, ruge, pero no llora.)
ELENA (se acerca ahogada, al
Padre y lo sacude por los brazos). — ¡ No, es mentira! ¡Es mentira!
PADRE (desprendiéndose de su
hija; “yéndose”). — Todo
siempre será mentira... (Cada vez más
fuerte se escucha el ulular de una sirena.Todos quedan quietos, llenos de
terror. El Padre tiene las espaldas encorvadas y soporta sobre sí la culpa de
su vida. Elena todavía parece no comprender esto, así como nunca comprendió nada.
La Madre reza con su mirada. Sus labios apretados se aprietan más y su mano se
acerca suave, suavemente a ellos. En un puño, el dinero aparece sucio y retorcido.
Al fin, el sonido de la sirena se hace insoportablemente fuerte. Termina con un
brusco chirriar de frenos a la casa. Elena corre al balcón grande y abre las
persianas de par en par; la luz entra a torrentes. Rodolfo, muñeco sin
profundidad de voz con una mueca estúpida en el rostro, llega de adentro y abre
el otro balcón. La luz entra violentamente y ahora el interior se ha
transformado con esta claridad. Elena y Rodolfo muestran el espanto en sus
rostros. Rodolfo queda allí, duro. Elena vuelve al Padre, luego a la Madre, que
es toda una lágrima, y repite:)
ELENA. —
No, no puede ser, es mentira, no puede ser... (Su voz es otra; su verdadera voz está atrapada en la
garganta junto al llanto. Suena el
timbre. Rodolfo va hasta la puerta y vuelve en seguida siguiendo a un hombre de
campera de cuero, que hace girar un sombrero en las manos. Le habla al Padre
como si ya lo conociera.)
HOMBRE. — Entonces...
(Murmura señalando afuera.)
PADRE. — Sí... (Dice el Padre suavemente. El hombre sale y Elena va comprendiendo lo
que no quería comprender. Al fin su llanto estalla; el dique se ha roto. Se
acerca al Padre, ya tibio y tierno.)
ELENA. — Papá...
(Murmura como una niña.)
PADRE. — Sí... (Dice el Padre sin expresión. Y apoya la cabeza de ella sobre su
pecho. El hombre vuelve entonces desde la calle. Lo siguen dos enfermeros
transportando una camilla y un cuerpo.
Llegan hasta la mesa baja y junto a ella lo depositan. Elena se
desprende de los brazos del Padre y se lanza sobre el cuerpo.)
ELENA. —
¡Luis! ¡Mi Luis querido! (Exclama llorando. Elena levanta la sábana que cubre el cadáver y lanza un
grito:) ¡No! ¡Éste no es Luis! (Luego
se para y mira desaforadamente a los hombres. El de campera no sabe qué hacer.
Mira a los otros hombres y luego se acerca a la camilla. Se da
vuelta, lleno de estupor; mueve la cabeza y mira otra vez.)
HOMBRE. —
¡Pero qué han hecho!... ¡Entonces han dejado al ingeniero en la casa del
muchacho! (Todo sucede al mismo tiempo.
Es tan fuerte, que el corazón apenas alcanza a saltar de uno a otro. La Madre,
en la cumbre de su callada desesperación, se acerca silenciosamente a la camilla.
Su gemido es más que silencio. Por el balcón abierto a la luz se ve pasar
corriendo a los muchachos de la calle. Se precipitan hacia adentro e inundan el
interior. Rodean el espacio moviendo apenas los pies. Es una triste invasión de
la calle. Angélica también vino con ellos; cuando ve a su Madre gira y se
abraza al pecho de Tilo. Elena, despavorida, mueve las manos y el cuerpo
desesperadamente. Algo se le escapa. Corre en su busca.)
ELENA. — ¡Luis! ¡Luis! (Su grito es más desesperado que su rostro, ya sin expresión, detenido
en el horror. Sale a la calle corriendo. Se inclina hacia adelante cuando
corre, en busca de lo que ya no está. Se la ve pasar por el balcón abierto, en
dirección a la casa del muchacho. Rodolfo,
idiota, más idiota que nunca, mira a todos sin comprender nada. Al fin,
tropezando, vacilando, sigue a su hermana, mientras la Iglesia vecina anuncia,
con sus campanadas, el fin de la misa. El redoble es más lento aún. Entre nota
y nota hay una serie de notas extrañas. El Padre está a un costado, claro,
evidente, con la cabeza gacha y el cuerpo recogido. Él también es culpable en
la vida. Rodolfo pasa vacilante por el balcón, desapareciendo. La Madre está ya
cerca de su hijo muerto. Lenta, muy lenta, su cabeza cae, sin nervios. El
dinero no tiene ya nada que hacer en sus manos y cae al suelo, escapándose.
Todos, callados, quietos, están donde deben estar. Las manos de la Madre, al
fin, acarician sin llanto la cabeza del muchacho. Queda sólo el silencio y las campanas hasta
que el lento tañer termina cuando el telón, lentamente, tristemente, se cierra,
y todo desaparece con el último toque de las campanas.)